diumenge, de maig 09, 2010

¿Están locos los mercados? Pues no.


La calle de las finanzas hace esquina con la calle del teatro. Qué apropiado.


El pánico desatado en Wall Street por un error merece un análisis que vaya más allá de las razones del mero fallo. Errores puede haberlos en todas partes, pero que un simple letra pueda organizar semejante marimorena pone de manifiesto la absoluta vulnerabilidad de eso que llamamos los mercados. También que los mercados estarán todo lo locos que queramos, pero que en ellos se mueven elementos dispuestos a sacar tajada a cualquier precio. Lo que obliga a hacerse algunas preguntas, incómodas o no, pero muy pertinentes.

Alguien escribió billones en lugar de millones y no sólo se dispararon las alarmas: es que la tecnología a la que se han confiado ciertas decisiones actuó en consecuencia. En cuestión de segundos, la principal Bolsa mundial se hundió estrepitosamente, en medio de un pánico casi nunca visto. Después la cosa se recondujo y los índices, pasado el susto, se recuperaron parcialmente.

Cabe una reflexión necesaria sobre la dependencia que tenemos de nuestra propia tecnología. Automatizar en la práctica ciertas decisiones puede llevarnos a un desastre, como acabamos de comprobar, y no por primera vez. Pero no hay que olvidar que hasta los sistemas que funcionan de forma completamente independiente han sido programados alguna vez para actuar de una u otra forma. Y preguntarse qué pretendían conseguir quienes dispusieron las cosas de una determinada forma.

Es obvio que conseguir ganar todavía más a partir de la extrema rapidez de las decisiones de comprar y vender. El problema es que un objetivo legítimo, como el de ganar dinero, puede deslegitimarse si se apostilla con la expresión “a cualquier precio”. Y esta parece ser la razón última de lo ocurrido en la jornada de pánico bursatil del pasado 6 de mayo en Nueva York.

Pero los mercados no están locos, por mucho que lo pueda parecer en algunos momentos. Tampoco están en manos de irresponsables, como una vez explicó el economista Xavier Sala i Martín. En el peor de los casos, lo que ocurre es el corolario lógico de la sacralización de los mercados como algo bueno por naturaleza y que lo arregla todo con mayor eficiencia que el Estado. El problema, como hemos descubierto ahora, es que en nombre de tales principios se cometen innumerables desvergüenzas. Muchas de ellas al calor de una derecha que daba pátina ideológica al invento y/o estaba tan ocupada salvando al mundo que no vio lo que se nos venía encima (eso si es que miraba).

Dependencia y vulnerabilidad tecnológicas, problema ideológico... Sí, pero la auténtica pregunta que deberíamos plantearnos es quien se hizo de oro durante los momentos de pánico. Porque es obvio que hubo quien se hartó de comprar a precios reventados en los instantes de mayor desconcierto y que, luego, revendió llevándose un más que buen margen. Si Wall Street llegó a cayer un 10%, pero acabó cerrando con una caida de sólo un 3%... ¿Nos entienden, verdad?

No creemos que las conspiraciones sean la explicación de todo lo que ocurre. Pero como mínimo cabe decir que hay quien denota considerable habilidad para pescar en río vuelto. No es superfluo recordar que el error de teclado que dio origen al lío se vio aliñado por rumores sobre la quiebra práctica de la mayor parte de la banca europea. Que dichos rumores fueran disparatados no quita que su origen y propalación sean enormemente sospechosos.

Un problema añadido es que la única sacudida que los simples mortales podríamos dar a la situación, la electoral, está siendo ignorada en casi todo el mundo occidental, donde una marea conservadora está llevando al poder, o confirmando en él, a la derecha que sigue predicando que la solución está en hacer lo mismo que nos ha llevado hasta aquí. También hay que decir, sin embargo, que la izquierda no ofrece de momento mejor alternativa, sobre todo la de nuestros pagos.

dilluns, de maig 03, 2010

Pues sí, el Estado puede quebrar

Por si el caso de Islandia no había sido suficiente aviso, la grave situación por la que atraviesa Grecia nos confirma que, en contra de un axioma que parecía sagrado, el Estado sí puede quebrar. Podemos consolarnos pensando que eso sólo ocurre en dictaduras bananeras o en países de chiste. Pero está ocurriendo en Europa. En la cuna de la civilización occidental, por más señas.

Naturalmente, los antecedentes históricos remotos son lo de menos. Lo realmente significativo es que nadie vive de glorias pasadas y, quien más, quien menos, debe encarar presentes poco agradables y futuros más bien inciertos. Lo de Grecia, en última instancia, demuestra la debilidad de los sistemas políticos y económicos que el mundo occidental intenta exportar, a cañonazos en algunos casos, al resto del mundo.

Puede que no quepa calificar como quiebra la situación de Grecia. Pero en ese caso, es de plena aplicación el concepto de quiebra técnica. Ya saben, aquella situación equivalente a la quiebra, tal como se entiende normativamente al menos en los sitios serios, pero que no se materializa porque nadie la ha instado. Es ni más ni menos que lo que le ocurre al Estado griego, que simplemente no puede hacer frente a sus obligaciones financieras.

Todos los estados desarrollados han echado mano del recurso al endeudamiento para hacer frente a la crisis (unos más que otros, también hay que decirlo). No han encontrado otro recurso a la caída de ingresos fiscales y al incremento de los gastos sociales, uno y otro fenómenos provocados simultáneamente por la misma crisis.

Pero hay un problema añadido, fruto de cómo funciona el sistema. Cuanto más endeudado está un Estado, pueden alimentarse dudas sobre su capacidad para devolver lo que debe. En el mejor de los casos, significa que tiene que retribuir mejor esa deuda para que no pierda atractivo. Y como nos pasaría a cualquiera de nosotros, aunque creyéramos que al Estado no, cuando se estira el brazo más que la manga, uno puede verse abocado a no poder cumplir con los plazos de lo que debe.

También hay que decir que esto es una descripción teórica, por muy ajustada que esté a la realidad. Sin embargo, la verdad es algo más amplia. Algunos gobiernos pueden acabar en la bancarrota porque sobre la debilidad de sus finanzas planean una serie de grandes especuladores, dispuestos sacar tajada de la desgracia ajena. Hay que preguntarse si esa sensación de pánico que se percibe en los mercados no está alimentada precisamente por quienes más tienen que ganar gracias al miedo. 

Ya saben cómo funcionamos a veces: basta la simple posibilidad de que pase algo para que actuemos de principio a fin como si estuviera ocurriendo, aunque al final no acabe ocurriendo nada. Los mercados petrolíferos se ven afectados frecuentemente por circunstancias de este tipo. Una ligera crisis diplomática en Oriente Medio nos hace creer que el subministro de crudo podría reducirse. El precio, entonces, se encarece por aquello tan viejo de la oferta y la demanda. Después resulta que el petróleo fluye a los mismos raudales, pero el precio se mantiene alto por lo que pudiera pasar (que no pasa). Valdría la pena bajar la demanda ante uno de esos episodios, sólo para ver qué ocurre: es posible que no hubiera crisis diplomáticas o que estas duraran menos de cinco minutos.

Pero de la misma forma que estamos cautivos de nuestras necesidades energéticas, ¿cómo podríamos los simples mortales darle una buena sacudida a los mercados de deuda pública? Simplemente no podemos. Pueden, tal vez, esos bancos que reciben dinero del Estado, a título de salvar la debacle, y se lo vuelven a prestar a un interés superior. Es una de esas cosas que nos plantea si no saldría más a cuenta que los bancos fueran directamente propiedad del Estado. Como ocurre por cierto en países serios y de poco dudoso capitalismo, como Francia, Alemania o el Reino Unido.

Nos quedan otras dudas, claro. Por ejemplo, para quien trabajan realmente las llamadas agencias de calificación. Porque cuando menos nos resulta exhuberante que trabajen, como es el caso, para los gobiernos a los que están ayudando a hundir.