dilluns, d’octubre 26, 2009

La financiación de los partidos ( y 2)

¿Podemos ponerle algún remedio a la financiación de los partidos políticos? Es decir, ¿podemos ponerle alguna solución que evite esa imagen (y no sólo la imagen, sino los hechos en sí) de aprovechamiento y hasta de saqueo de las arcas públicas? Pues sí, aunque incompletas e imperfectas, hay otras formas de hacer las cosas. Pero la cuestión está en que a alguien le interesen.

No despreciemos las lecciones de democracia pragmática que nos pueden llegar de Estados Unidos. Aunque allí no existen partidos como los de aquí (o no funcionan exactamente igual), los gastos electorales son muy superiores. Hace tiempo que el sistema norteamericano decidió coger el toro por los cuernos y aceptar sin ficciones lo que era la realidad: es decir, que los partidos se financian de donaciones particulares y que, tanto por tanto, era mejor aceptarlas todas, sin límite alguno de importe, siempre y cuando fuera público y notorio quien daba y quien recibía.

Esta fórmula, evidentemente, no impide que gobernantes y legisladores acaben representando no a sus ciudadanos sino a quienes les pagan las campañas. A lo largo de la historia de ese país ha habido miembros del Senado que no eran conocidos como el senador por Texas o Winsconsin, sino como el senador de la General Motors. Sin embargo, que se sepa “urbi et orbe” limita las cosas más de lo que podría parecer. En última instancia porque las campañas y el dinero influyen más o menos, pero al final quienes votan en las urnas no son los grandes grupos económicos y los “lobbies” que emplean.

En alguna otra ocasión, nos hemos referido a la idea de que tal vez saldría más a cuenta que los presupuestos públicos asumieran los gastos de los partidos. Es una de esas ideas que causan repugnancia conceptual, claro, pero que no deberíamos descartar del todo por su evidente pragmatismo. En realidad, es prácticamente seguro que nos saldría más a cuenta.

Sin embargo, ¿se avendrían los partidos a que se supiera cuánto dinero manejan? Mucho nos tememos que no, que anteponen no tener que dar explicaciones a la comodidad evidente de no tener que preocuparse de nada. También podría ser que una financiación pública les obligara a hacer otro tipo de campañas y a mantener otro tipo de aparatos. Más reducidos en ambos casos, se entiende. Pero a fin de cuentas una eventual ley en este sentido se la harían ellos mismos, o sea que tampoco habría mayor problema.

Somos conscientes de que ambas alternativas no son para tirar cohetes. Pero nos preguntamos si es mejor el actual panorama de corrupción descarnada o de inventos con gaseosa con fundaciones y cajas de ahorros. En el peor de los casos, eso de ir a entidades financieras, como si se tratara de ciudadanos particulares con un problema en la hipoteca, cuando resulta que uno controla esas entidades o les ha hecho favores que puede puede cobrarse, tampoco luce con mejor brillo.

divendres, d’octubre 23, 2009

La financiación de los partidos (1)

Los casos Gürtel y Millet, sólo por citar los últimos en aparecer por el patio, ponen de manifiesto que en la financiación de los partidos políticos continuamos teniendo un problema. Y no es fácil encontrale una solución. Pero no porque ésta no exista, sino más bien porque a nadie le interesa. Así de cruda es también la realidad.

No hace falta llegar al extremo a que las cosas llegaron en la Italia cuyo sistema de partidos se desmoronó literalmente a principios de los años noventa. Todo el mundo se da cuenta de que los partidos, por mucho que lo nieguen, se financian por procedimientos opacos. Y opaco es el calificativo más suave que frecuentemente merecen dichos procedimientos.

La sensación de que, al cabo de la calle, las campañas las pagamos los contribuyentes no es una sensación inhabitual ni tampoco faltada por completo de fundamento. Y eso de que nadie discute que la política cuesta dinero, es una verdad a medias. En realidad, una parte no precisamente despreciable de los electores se pregunta para qué sirven exactamente las campañas electorales. Y no porque, quien más, quien menos, ya está más que convencido en el sentido que sea (incluido el de abstenerse), sino porque ya vivimos en una campaña permanente que hace difícil justificar que durante quince días haya que subir todavía más el tono.

Además, si alguien puede explicar para qué necesitan los partidos unos aparatos tan numerosos y unas sedes con tantos metros cuadrados, que no deje de avisarnos. Les estaremos muy agradecidos. Puede que a los partidos les cueste ofrecer una explicación lo suficientemente convincente. Y podría que la dificultad se debiera a que ellos mismos nunca se han planteado a sí mismos el interrogante. Podría ser, sí.

Es un triste consuelo pensar que existe alguna diferencia entre robar para uno mismo y robar para el partido de uno. Tal planteamiento viene a suponer que el segundo caso es algo más disculpable. Pero la experiencia práctica, por no hablar de los estudios sociológicos que todavía se hacen en serio, demuestra que los electores hacen alguna distinción..., dentro de considerar ambas actitudes como poco deseables, por decirlo de forma suave, pero con sorpresa incorporada en no pocas ocasiones.

¿Debemos resignarnos a aceptar lo inevitable, pensando que no tiene remedio? Pues no. Hay democracias que ya han pasado por eso y han buscado soluciones que no son perfectas, pero sí algo más que nada. Trataremos de ello en una próxima entrada.

dimarts, d’octubre 13, 2009

La canonización en vida de Obama

El comité Nobel noruego ha llevado la Obamamanía a un extremo que roza el ridículo. Aunque el Nobel de la Paz tiene una trayectoria cuando menos discutible, no debería otorgarse tan a la ligera y por logros hasta la fecha tan vacíos, más allá de las buenas intenciones y los hermosos discursos.

Podríamos entender que al presidente norteamericano se le concediera el galardón por la hazaña de su propia elección. Haber sido capaz de romper un tabú racial muy arraigado es merecedor, no sabemos si del Nobel, pero sí de reconocimiento y hasta de admiración.

No es menos cierto que Obama ha introducido la idea de que las relaciones internacionales deben basarse en otros fundamentos. Pero que sea verdad, no implica que signifique nada realmente nuevo. Sin olvidar la ausencia de resultados prácticos hasta la fecha, excepción hecha de los titulares de prensa conseguidos.

Hay un estilo nuevo, sí, pero no deberíamos confundir el estilo con la sustancia. Aunque no negamos que las grandes causas, necesitan grandes empujones, también vemos muy poca concreción práctica en todo ello. Y en algunos casos, escasas posibilidades de que haya concreciones prácticas por lejano que sea el plazo que nos fijemos.

Todo ello por no hablar de las vergüenzas (Guantánamo, Abu Grhaib...) que Obama iba a cortar el primer día que pisara la Casa Blanca y que siguen ahí como si tal cosa. O por no hablar de la marcha atrás ficticia en Irak y la exhuberante democratización de Afganistán. Exhuberante es el calificativo más amable que cabe aplicar al tema.

Además, hay que ser iluso para decir, como hacen algunos, que el Nobel de la Paz no es tanto un premio como una obligación para Obama. ¿Cómo el interesado no va a estar ahora a la altura? Pues nos equivocaríamos si olvidáramos que Obama es un político pragmático que si algo tiene claro es a quien debe su cargo, que no es a la bondad universal, sino a los electores de su país y a quienes le financien la campaña.

Un refrán de la política nortemericana dice que el primer mandato de un presidente de Estados Unidos sirve para asegurar la reelección, y el segundo, para pasar a la historia. Obama ha pasado ya a la historia, y por partida doble. Si seguimos el razonamiento, podría dedicarse plenamente a asegurarse la reelección y a tener un mandato lo mas plácido posible. Celebramos que se empeñe en resolver problemas serios que afectan al mundo, pero discrepamos de la necesidad de hacer el ridículo promoviendo lo que cada día se parece más a una canonización en vida.

dimarts, d’octubre 06, 2009

Aquest mal no vol soroll

El escándalo Millet (denominarlo “escándalo Palau” es algo injusto) no ha golpeado el llamado oasis catalán, sino más bien lo ha puesto de manifiesto de forma más que fehaciente. “Això no toca”, “aquest mal no vol soroll”, “no prenguem mal”... El refranero catalán, incluidas aportaciones políticas contemporáneas incorporadas al decir popular, es suficientemente expresivo de una forma peculiar de afrontar problemas que, por otra parte, ocurren en todas partes.

¿Habría que hacer limpieza a fondo? ¿Aprovechar la ocasión para limpiar más allá de los hechos estrictos acaecidos en el Palau de la Música Catalana? Pues sí, sería muy conveniente, oportuno, higiénico y democrático. Otro asunto es que tales cosas vayan a ocurrir.

Como decíamos en la introducción, no es que en todas partes no exista una plutocracia que se perpetua a sí misma, formada por poderes político-económicos a los que a veces se accede antes por el apellido que por el dinero, y por descontado antes que por el voto. Lo malo es que los catalanes estemos orgullosos de una forma de hacer las cosas, que frecuentemente definimos como propia, que acaba matando la transparencia y otras virtudes que hacen que la democracia siga siendo el menos malo de los sistemas políticos.

En ese oasis, que más bien cabría calificar como charca, es posible que el mecenazgo se ejerza sobre la propia cuenta corriente (pero pagando otros, claro), que el dinero dedicado a fines culturales acabe en las arcas de los partidos políticos... Y que no ocurra nada, porque nos tapamos las vergüenzas, porque ese es el estilo de hacer las cosas en nuestro país. No estamos de acuerdo en que ello equivalga a la “omertà” siciliana. Puestos a definir el fenómeno, y considerando el espíritu cerrado de la clase dirigente catalana, deberiamos hablar más bien de leninismo. Por paradójico que pueda sonar.

Discrepamos también de que el escándolo conmueva de alguna forma a la burguesía catalana. Con malicia, podríamos preguntar a qué burguesía. ¿A la que vive de la renta de un apellido, sin aportar nada a la sociedad con la que se llena la boca? ¿A la que medra y vive bien gracias a controlar el cotarro? Pensar que en momentos de la Historia la burguesía fue la vanguardia revolucionaria del mundo, puede provocar hoy algo parecido al sonrojo.

En el mejor de los casos, los tejemanejes de Félix Millet (su confesión permite que la presunción de inocencia sea meramente formularia) tienen una trascendencia moral muy clara, sea cual sea el resultado penal del escándalo. Desde ese punto de vista moral, el señor Millet no es un chorizo, sino un desagradecido. Quien se deja llevar por la codicia, viviendo como vivía como un marqués sin dar un palo al agua gracias al apellido familiar, no tiene perdón de Dios.

dilluns, d’octubre 05, 2009

¿Hay que subir los impuestos?

Habrán oído muchas voces contra la subida de impuestos aprobada por el Gobierno. Y sí, parece responder a cierta ortodoxia bajar la fiscalidad, en lugar de subirla, para reactivar el consumo y poner en marcha de nuevo la rueda de la economía. Pero aquí los juegos son otros, y no se reducen únicamente a llenar una caja vacía hasta extremos preocupantes.

Hay que descartar la retórica neoizquierdista, estilo Robin Hood, con que el Gobierno ha vendido la subida de impuestos. Las transformaciones socioeconómicas de los últimos 20 años impiden catalogar como ricos a quienes ingresan 50.000 euros al año. No son ciertamente mileuristas y viven mucho mejor que ese 60% de la sociedad. Pero de ahí a considerarlos millonarios dista un trecho considerable.

Entre otras razones, porque si a alguien castiga toda subida de impuestos es a esa clase media, o media-alta, que sin ser mileurista no tiene a su alcance los mecanismos de “optimización” fiscal de que disponen los auténticos ricos.

La realidad es mucho más descarnada. El Estado ha adquirido tantos y tan variados compromisos, en plena caída en picado de los ingresos, que la caja ha acabado por vaciarse. La evolución de las cuentas públicas no puede ser más clara en este sentido. El Estado gasta mucho más, pero que mucho más, de lo que es capaz de recaudar. Y cuando se llega a ciertos niveles, el recurso a la deuda pública (es decir, aquella deuda que en definitiva acabarán pagando las generaciones futuras) tampoco da más de sí.

Y cuando la situación se vuelve acuciante, y no se puede esperar el largo plazo en que las rebajas fiscales surten efecto, aparentemente sólo queda el remedio de subir los impuestos. Sin embargo, puede suceder que el pez no deje de morderse la cola. Si la subida de impuestos retrae todavía más el consumo, ¿no bajará la recaudación?

Es un silogismo excepcionalmente complicado, ante el que cualquier Gobierno posible tendría como mínimo sus dudas. Otra cosa es el desparpajo con que se formulan algunas críticas, y que queda perfectamente definido con el uso de ese sustantivo. También otra cosa es que se haga cualquier cosa ante la ausencia de otras alternativas, o que se tire a lo fácil (al menos a lo aparentemente fácil) porque no se tiene cintura. La forma en que Zapatero ha llevado la crisis hasta la fecha presente permite no descartar por completo la segunda explicación.

Es más, la forma en que al final se han subido los impuestos es, por contradictoria, un fiel reflejo de la falta de rumbo del Gobierno. No lo decimos tanto porque se suba linealmente el IVA, que es el menos progresivo de los impuestos ya que lo paga todo el mundo por igual, lo que no puede estar más alejado de eso de darles caña a los ricos. Es que no se entiende que una medida supuestamente tan necesaria se decida ahora, pero a la vez se aplace su vigencia hasta dentro de unos meses.

Lo único que se nos ocurre para explicarlo es cierta teoría expresada a veces por Zapatero y su entorno, según la cual un anuncio de una subida de impuestos lleva a la gente a consumir como locos. Se supone que para ahorrarse el diferencial impositivo. Es posible que así sea, pero la definición más suave que merece dicha política es la de exhuberante.

Tampoco hay que hacer demasiados aspavientos ante las críticas de la oposición o de la patronal. En el primer caso, ¿qué van a decir, que están de acuerdo?. El sentido de Estado se ha trivializado y no es más que otra piedra que arrojarse a la cabeza. Además, no basta con ponerse como ejemplo, cuando uno sólo ha acumulado experiencia teniéndolo todo de cara.

¿Y la patronal y la gran banca? Pues no les falta del todo la razón, pero se han descargado de ella con sus repetidos intentos de conseguir que la crisis la paguen otros. No ayuda demasiado al decoro de la cosa el espectáculo de algunas jubilaciones doradas.

Claro que, llegados a este punto, si todo el mundo está invalidado, ¿qué solución nos queda? Es tristes constatar que, retóricas al margen, puede que el problema no lo arreglen ni siquiera unas elecciones anticipadas.