El escándalo Millet (denominarlo “escándalo Palau” es algo injusto) no ha golpeado el llamado oasis catalán, sino más bien lo ha puesto de manifiesto de forma más que fehaciente. “Això no toca”, “aquest mal no vol soroll”, “no prenguem mal”... El refranero catalán, incluidas aportaciones políticas contemporáneas incorporadas al decir popular, es suficientemente expresivo de una forma peculiar de afrontar problemas que, por otra parte, ocurren en todas partes.
¿Habría que hacer limpieza a fondo? ¿Aprovechar la ocasión para limpiar más allá de los hechos estrictos acaecidos en el Palau de la Música Catalana? Pues sí, sería muy conveniente, oportuno, higiénico y democrático. Otro asunto es que tales cosas vayan a ocurrir.
Como decíamos en la introducción, no es que en todas partes no exista una plutocracia que se perpetua a sí misma, formada por poderes político-económicos a los que a veces se accede antes por el apellido que por el dinero, y por descontado antes que por el voto. Lo malo es que los catalanes estemos orgullosos de una forma de hacer las cosas, que frecuentemente definimos como propia, que acaba matando la transparencia y otras virtudes que hacen que la democracia siga siendo el menos malo de los sistemas políticos.
En ese oasis, que más bien cabría calificar como charca, es posible que el mecenazgo se ejerza sobre la propia cuenta corriente (pero pagando otros, claro), que el dinero dedicado a fines culturales acabe en las arcas de los partidos políticos... Y que no ocurra nada, porque nos tapamos las vergüenzas, porque ese es el estilo de hacer las cosas en nuestro país. No estamos de acuerdo en que ello equivalga a la “omertà” siciliana. Puestos a definir el fenómeno, y considerando el espíritu cerrado de la clase dirigente catalana, deberiamos hablar más bien de leninismo. Por paradójico que pueda sonar.
Discrepamos también de que el escándolo conmueva de alguna forma a la burguesía catalana. Con malicia, podríamos preguntar a qué burguesía. ¿A la que vive de la renta de un apellido, sin aportar nada a la sociedad con la que se llena la boca? ¿A la que medra y vive bien gracias a controlar el cotarro? Pensar que en momentos de la Historia la burguesía fue la vanguardia revolucionaria del mundo, puede provocar hoy algo parecido al sonrojo.
En el mejor de los casos, los tejemanejes de Félix Millet (su confesión permite que la presunción de inocencia sea meramente formularia) tienen una trascendencia moral muy clara, sea cual sea el resultado penal del escándalo. Desde ese punto de vista moral, el señor Millet no es un chorizo, sino un desagradecido. Quien se deja llevar por la codicia, viviendo como vivía como un marqués sin dar un palo al agua gracias al apellido familiar, no tiene perdón de Dios.
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