Los casos Gürtel y Millet, sólo por citar los últimos en aparecer por el patio, ponen de manifiesto que en la financiación de los partidos políticos continuamos teniendo un problema. Y no es fácil encontrale una solución. Pero no porque ésta no exista, sino más bien porque a nadie le interesa. Así de cruda es también la realidad.
No hace falta llegar al extremo a que las cosas llegaron en la Italia cuyo sistema de partidos se desmoronó literalmente a principios de los años noventa. Todo el mundo se da cuenta de que los partidos, por mucho que lo nieguen, se financian por procedimientos opacos. Y opaco es el calificativo más suave que frecuentemente merecen dichos procedimientos.
La sensación de que, al cabo de la calle, las campañas las pagamos los contribuyentes no es una sensación inhabitual ni tampoco faltada por completo de fundamento. Y eso de que nadie discute que la política cuesta dinero, es una verdad a medias. En realidad, una parte no precisamente despreciable de los electores se pregunta para qué sirven exactamente las campañas electorales. Y no porque, quien más, quien menos, ya está más que convencido en el sentido que sea (incluido el de abstenerse), sino porque ya vivimos en una campaña permanente que hace difícil justificar que durante quince días haya que subir todavía más el tono.
Además, si alguien puede explicar para qué necesitan los partidos unos aparatos tan numerosos y unas sedes con tantos metros cuadrados, que no deje de avisarnos. Les estaremos muy agradecidos. Puede que a los partidos les cueste ofrecer una explicación lo suficientemente convincente. Y podría que la dificultad se debiera a que ellos mismos nunca se han planteado a sí mismos el interrogante. Podría ser, sí.
Es un triste consuelo pensar que existe alguna diferencia entre robar para uno mismo y robar para el partido de uno. Tal planteamiento viene a suponer que el segundo caso es algo más disculpable. Pero la experiencia práctica, por no hablar de los estudios sociológicos que todavía se hacen en serio, demuestra que los electores hacen alguna distinción..., dentro de considerar ambas actitudes como poco deseables, por decirlo de forma suave, pero con sorpresa incorporada en no pocas ocasiones.
¿Debemos resignarnos a aceptar lo inevitable, pensando que no tiene remedio? Pues no. Hay democracias que ya han pasado por eso y han buscado soluciones que no son perfectas, pero sí algo más que nada. Trataremos de ello en una próxima entrada.
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