Habrán oído muchas voces contra la subida de impuestos aprobada por el Gobierno. Y sí, parece responder a cierta ortodoxia bajar la fiscalidad, en lugar de subirla, para reactivar el consumo y poner en marcha de nuevo la rueda de la economía. Pero aquí los juegos son otros, y no se reducen únicamente a llenar una caja vacía hasta extremos preocupantes.
Hay que descartar la retórica neoizquierdista, estilo Robin Hood, con que el Gobierno ha vendido la subida de impuestos. Las transformaciones socioeconómicas de los últimos 20 años impiden catalogar como ricos a quienes ingresan 50.000 euros al año. No son ciertamente mileuristas y viven mucho mejor que ese 60% de la sociedad. Pero de ahí a considerarlos millonarios dista un trecho considerable.
Entre otras razones, porque si a alguien castiga toda subida de impuestos es a esa clase media, o media-alta, que sin ser mileurista no tiene a su alcance los mecanismos de “optimización” fiscal de que disponen los auténticos ricos.
La realidad es mucho más descarnada. El Estado ha adquirido tantos y tan variados compromisos, en plena caída en picado de los ingresos, que la caja ha acabado por vaciarse. La evolución de las cuentas públicas no puede ser más clara en este sentido. El Estado gasta mucho más, pero que mucho más, de lo que es capaz de recaudar. Y cuando se llega a ciertos niveles, el recurso a la deuda pública (es decir, aquella deuda que en definitiva acabarán pagando las generaciones futuras) tampoco da más de sí.
Y cuando la situación se vuelve acuciante, y no se puede esperar el largo plazo en que las rebajas fiscales surten efecto, aparentemente sólo queda el remedio de subir los impuestos. Sin embargo, puede suceder que el pez no deje de morderse la cola. Si la subida de impuestos retrae todavía más el consumo, ¿no bajará la recaudación?
Es un silogismo excepcionalmente complicado, ante el que cualquier Gobierno posible tendría como mínimo sus dudas. Otra cosa es el desparpajo con que se formulan algunas críticas, y que queda perfectamente definido con el uso de ese sustantivo. También otra cosa es que se haga cualquier cosa ante la ausencia de otras alternativas, o que se tire a lo fácil (al menos a lo aparentemente fácil) porque no se tiene cintura. La forma en que Zapatero ha llevado la crisis hasta la fecha presente permite no descartar por completo la segunda explicación.
Es más, la forma en que al final se han subido los impuestos es, por contradictoria, un fiel reflejo de la falta de rumbo del Gobierno. No lo decimos tanto porque se suba linealmente el IVA, que es el menos progresivo de los impuestos ya que lo paga todo el mundo por igual, lo que no puede estar más alejado de eso de darles caña a los ricos. Es que no se entiende que una medida supuestamente tan necesaria se decida ahora, pero a la vez se aplace su vigencia hasta dentro de unos meses.
Lo único que se nos ocurre para explicarlo es cierta teoría expresada a veces por Zapatero y su entorno, según la cual un anuncio de una subida de impuestos lleva a la gente a consumir como locos. Se supone que para ahorrarse el diferencial impositivo. Es posible que así sea, pero la definición más suave que merece dicha política es la de exhuberante.
Tampoco hay que hacer demasiados aspavientos ante las críticas de la oposición o de la patronal. En el primer caso, ¿qué van a decir, que están de acuerdo?. El sentido de Estado se ha trivializado y no es más que otra piedra que arrojarse a la cabeza. Además, no basta con ponerse como ejemplo, cuando uno sólo ha acumulado experiencia teniéndolo todo de cara.
¿Y la patronal y la gran banca? Pues no les falta del todo la razón, pero se han descargado de ella con sus repetidos intentos de conseguir que la crisis la paguen otros. No ayuda demasiado al decoro de la cosa el espectáculo de algunas jubilaciones doradas.
Claro que, llegados a este punto, si todo el mundo está invalidado, ¿qué solución nos queda? Es tristes constatar que, retóricas al margen, puede que el problema no lo arreglen ni siquiera unas elecciones anticipadas.
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