Zapatero dijo hace unos días que gobernar también significa improvisar. Y no le falta razón al presdiente del Gobierno si su afirmación se toma en su exacta literalidad. El problema, como es fácilmente deducible, radica en el adverbio de la frase.
Si el Gobierno fuera a piño fijo, sin capacidad de reacción ni flexibilidad de ninguna dase, ahora le estaríamos criticando por ello. Somos así, aunque también hay que decir que a los gobernantes les entra en el sueldo encajar críticas cuando hacen porque hacen y cuando no hacen, porque no hacen.
Ahora bien, una cosa es que un gobierno también deba improvisar y otra que la improvisación sea su única fórmula de funcionamiento. Cosa que, con cierta justicia en la afirmación, ocurre en el caso de Zapatero y su Ejecutivo.
No es que las medidas no sean necesarias u oportunas. Es más, algunas son de auténtico cajón: si ha habido dinero a espuertas para rescatar a una banca irresponsable, el salvavidas debía llegar a los parados sin subsidio o a las cuotas hipotecarias con problemas. La cuestión es que dichas medidas parecen responder a un guión atropellado y confuso, y eso en el supuesto de que respondan a algún tipo de guión.
Puede que no sea así, pero la impresión que se traslada es precisamente esa. A ello contribuyen las frecuentes contradicciones y desmentidos mutuos de los miembros del Gobierno y de los dirigentes del PSOE. Por no hablar de una retórica neoizquierdista que a veces parece más bien una versión adolescente de la leyenda de Robin Hood.
Lo mejor que se puede decir de este fregado es que, al menos, resulta plenamente coherente con la forma en qué Zapatero ha llevado la crisis desde el primer momento. Mal acaba lo que mal comienza y el presidente del Gobierno inició su gestión de la crisis pasándose meses negando la evidencia. No debería sorprendernos, por tanto, que a parte de ir retrasados no tengamos el camino lo que se dice muy claro.
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