Periódicos incidentes bélicos nos recuerdan de tanto en tanto que el mundo occidental sigue inmerso en Afganistán en una guerra más difusa y misteriosa incluso que la de Iraq. Y es legítimo preguntarse qué estamos haciendo exactamente por esos andurriales y con qué fin último. ¿Restablecer la democracia? Claro, claro, pero si ese es el caso resulta imprescindible formular algunas reflexiones.
Digamos de entrada, para que quede claro, que no estamos en contra de esparcir por el mundo la democracia y sus múltiples virtudes. Todo lo contrario. Si lo racionalizamos bien, ni siquiera estamos en contra de imponerla a cañonazos, incluso a quien no la quiere. Pero en ese caso hay que hacerse dos preguntas, de esas que merecen con justicia el adjetivo de molestas. A saber: ¿Qué democracia estamos esparciendo? ¿Y por qué no la esparcimos, de grado o por fuerza, a las muchas dictaduras que quedan exentas de tan nobles propósitos, probablemente porque nos sale más a cuenta tenerlas como amigas?
La segunda pregunta se contesta a sí misma. La primera requiere posiblemente algunas palabras más, pero no demasiadas. ¿Qué democracia es esa en la que hay ganador fijo, ocurra lo que ocurra en las urnas? Ah claro, es que es nuestro hombre en Kabul, cómo no habíamos caído en ese detalle.
Y llegados a este punto, si en Afganistán los cañonazos no son para asegurar la libertad más que de boquilla, cabe hacer la pregunta del primer párrafo. ¿Qué hacemos exactamente por esos andurriales? Se nos ocurren dos pretextos, más que argumentos. Estamos luchando contra el terrorismo y/o estamos haciendo que los afganos vivan mejor. Ambas cuestiones merecen también un breve comentario.
Lamentamos decir que lo de la lucha contra el terrorismo se parece cada día más a la tomadura de pelo de las armas de destrucción masiva de Iraq. Somos conscientes de la dificultad de luchar contra enemigos tan huidizos y en su propio terreno. En otra ocasión, escribimos que el problema de lanzar a la fuera militar tradicional contra dicho tipo de enemigo entrañaba problemas de calado. Repetimos la pregunta que hicimos aquella vez: ¿Dónde están los portaaviones o las divisiones blindadas de Bin Laden?
Pero una vez aclarado esto, es razonable preguntarse si estamos realmente interesados en acabar con el problema o si nos conviene más bien que el problema se eternice, porque ello nos da excusa para continuar por allí. Luego explicaremos por qué.
Por lo que respecta a mejorar la vida de la población afgana, pues qué quieren que les digamos. El parte diario de guerra no es muy diferente al de Bagdad, aunque en realidad no sabemos con precisión lo que ocurre realmente. En el caso afgano, hasta la geografía ayuda al disímulo. Puede que el mundo occidenal creyera que las cosas habían cambiado porque en los primeros días de la “liberación” los hombres se afeitaron la barba obligatoria bajo los talibanes, o porque unas pocas mujeres se atrevieron a despojarse de la burka. Pero a la vista de los acontecimientos, esa eventual creencia ha resultado ser notoriamente ilusa.
Afganistán ha vuelto a lo que ha sido siempre: un territorio perdido en mitad de la nada, en el que no impera ningún tipo de orden o ley, al menos equiparable a lo que entendemos por tal en el mundo occidental. Se dieron cuenta en su momento los británicos que subían desde la India, lo comprobó hace 25 años la Unión Soviética y, en general, lo han sufrido en carne propia todos cuantos han querido meterse en semejante avispero. No lo decimos por ese progresismo mal entendido que a veces nos hace “comprender” situaciones bastante anómalas para el simple sentido común, pero que justificamos por lo de respetar las culturas ajenas. No. Simplemente, es que o mucho nos equivocamos o es que Afganistán es así y no lo vamos a cambiar ni a las buenas ni a las malas.
¿Qué queda entonces, si estamos sembrando una democracia sui géneris, la lucha contra el terrorismo es un pretexto y no mejoramos la vida de los afganos? Pues algo tan sencillo como que esa situación geográfica en medio de la nada ha pasado a ser estratégica para llevar los recursos energéticos del Asia Central a los puertos de mar más próximos. Al menos a los puertos de mar controlados por el mundo occidental, de forma directa o a través de dictaduras amigas. Dicho de otra forma, lo que hacemos en Afganistán es, lisa y llanamente, asegurar una ruta comercial.
Y cuando se concluye esto, no queda sino calificar la aventura militar de guerra colonial pura y dura. De una mera ocupación para conseguir recursos naturales. Eso sí, en pleno siglo XXI y transmitida, a ratos, por la CNN o Al-Jazeera.
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