El resultado abrumador en pro de la independencia en el “referéndum” celebrado en Arenys de Munt no es indicativo al 100% de las tendencias de fondo de la sociedad catalana. Pero demuestra que las aguas otrora tranquilas comienzan a moverse. ¿Es el principio del fin, o al menos el fin del principio? Puede que no, pero una Catalunya independiente ya no parece algo tan disparatado o imposible. Y hay razones que lo explican.
Hace apenas 20 años, los estudios de opinión más serios cifraban en un 10% (un 15% siendo generosos) el apoyo de los catalanes a la independencia. Hoy, las encuestas sitúan dicha cifra en un promedio del 35%, con momentos puntuales en que el “sí” de marras se dispara al 50%. Otra cosa es el resultado que se produciría en un eventual referéndum, que no tendría por qué coincidir con estos números. Pero incluso así resulta muy interesante analizar la nueva composición sociológica del “sí”.
La opción por la independencia ha dejado de ser cosa de adolescentes radicales, que se atemperan cuando tienen que ponerse a trabajar o contratan la primera hipoteca, para pasar a ser una opción transversal por lo que respecta a la edad. Es más, una parte significativa de las generaciones que descienden de la inmigración de los años cincuenta y sesenta se muestra abierta y desacomplejadamente independentista. Y no se trata de una cuestión de plena integración, llevada a sus últimas consecuencias, como veremos más adelante.
Lo de la nueva inmigración incorporada a la causa independentista no pasa de ser, por el momento, una foto orquestada por algunos partidos. A veces, no llega ni a eso, ya que la foto surge por obra y gracia de militantes más o menos significados a los que se deja hacer, sin auténtica convicción, por un difusa idea de lo importantes que son algunas estampas para resultar políticamente correcto. Además, sumar apoyos entre quienes, si no cambian mucho las cosas, no podrían votar, es un gesto más bien inútil.
Sin embargo, no son algunos gestos aislados o referendos los que sustentan la creciente tendencia independentista en Catalunya. Ni siquiera los sentimientos y emociones que se atribuyen genéricamente a las opciones nacionalistas. No. En realidad, quienes apuntan que estamos ante un independentismo de cartera, antes que de corazón, aciertan en el planteamiento con una clarividencia excepcional.
Eso que ahora damos en llamar desafección no es más que una sensación de hartazgo y de convicción de que los males de Catalunya no tienen remedio dentro de España. Que eso del encaje se ha intentado ya demasiadas veces sin que se le encuentre solución al tema. Y que la solidaridad pasó a ser, hace tiempo y números en mano, algo que tal vez no sea expolio fiscal, pero que se le parece mucho. En definitiva, que España es un pésimo negocio.
Puede que dicha convicción no dé para un 51% en un referéndum de autodeterminación. Entre otras razones, porque una parte de las personas que piensan que España es un mal negocio para Catalunya probablemente no darían su apoyo a la independencia llegada la hora de la verdad. Es muy fácil pronunciarse sobre algo cuando no nos estamos comprometiendo a nada. No obstante, quienes todavía creen que Catalunya tiene sitio en España deberían comenzar a preguntarse si no están ante una de sus últimas oportunidades.
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