Catalunya acaba de retirar el anunciado proyecto de nueva división territorial ante la falta de consenso parlamentario y, por qué no decirlo, por los numerosos conflictos de campanario surgidos en buena parte del mapa. En pleno siglo XXI hay cosas que cuestan de entender. Por ejemplo, las pugnas por el nombre de las nuevas circunscripciones o por la ciudad que debe ostentar la condición de capital.
Hagamos una previa. Las “vegueries” no tienen sentido alguno si no se clarifica la auténtica maraña administrativa que gravita sobre la geografía. Naturalmente, clarificar quiere decir suprimir algunas instituciones (diputaciones y consejos comarcales). Y no solo para hacer sitio o para eliminar duplicidades. Es que no sería lógico que para unas elecciones funcionaran unas circunscripciones y para otros comicios, otras diferentes. A eso no se atreven ni los países con más cultura política que el nuestro. Claro que conseguir el asenso del Estado, cuando aquí ni siquiera nos ponemos de acuerdo, seguramente es mucho esperar.
Una vez dicho esto, volvemos al planteamiento original. Y lo hacemos con unas preguntas de esas que suelen molestar. ¿Importa algo que una “vegueria” se llame de Tarragona o del Camp de Tarragona? ¿No sería incluso normal que la ciudad de Tarragona prefiriera la versión del Camp, ya que dicha denominación reconoce su ascendente territorial? ¿Tan ociosos están algunos ayuntamientos para discutir sobre el sexo de los ángeles? ¿O es que hay problemas, que desconocemos, que requieren que se distraiga la atención?
Y lo mismo podríamos decir de la cuestión de las capitalidades. Es sonrojante que se discuta sobre capitales de nuevas unidades territoriales que van a tardar años en ver la luz (algunas, directamente, no verán la luz nunca). Pero más sonrojante es que nadie se plantee la vigencia del modelo territorial subyacente. Es decir, ese modelo según el cual hay una capital, donde se suele concentrar lo bueno de esta vida, y un “hinterland” donde se acumula lo que molesta o es feo.
Es más, solo hay algo peor que un “cap i casal” que acabe aplastando (por decirlo de alguna forma) a su territorio: es que haya un “cap i casal” cada 25 kilómetros.
Naturalmente, las ciudades aspirantes a la condición de capital no piden por pedir. A parte del lucimiento, las sedes políticas y administrativas animan la economía local. No hay ejemplo más meridiano que el de Madrid. El poblachón manchego en el que sentó sus reales Felipe II para vigilar de cerca las obras del Escorial, se ha convertido en una urbe moderna y cosmopolita, con más de cinco millones de habitantes y un montón de ventajas, únicamente por el hecho de ser la capital de España.
Otra cosa es si ese debe ser el criterio propio del siglo XXI, sobre todo cuando se trata de una “cuestión de país”. Y también está claro que el siglo XXI admite muchas soluciones tecnológicas que dejan a las capitalidades en un plano más bien secundario.
Cuando el 90% de los trámites administrativos puede hacerse por Internet, ¿son imprescindibles sedes administrativas, generalmente costosísimas? Claro que hay trámites que deben ser presenciales y que no se le puede exigir cultura digital a todo el mundo. Pero, en ese caso, basta con que la famosa ventanilla única funcione de una buena vez y que cualquier papel, sea para Madrid, para la Generalitat o para la “vegueria”, se lleve al Ayuntamiento. Que de eso, al menos, hay uno en cada pueblo.
¿Sedes políticas, dicen? Pues claro, el poder necesita de esos signos externos para autoafirmarse. Pero si las “vegueries” sólo van a servir para abrir palacetes en esas dichosas capitales, y para colocar a unos cuantos centenares de militantes, amigos y conocidos, ¿vale realmente la pena el invento y todo el revuelo que está causando?
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