dimarts, de juliol 22, 2008

Estepona, algo más que una segunda parte de Marbella (y 4)

Concluimos la serie de reflexiones sobre el rebrote de la corrupción en la Costa del Sol, planteado un interrogante lógico si consideramos como los ciudadanos han premiado electoralmente a gobiernos corruptos que no engañaban a nadie. Dado que el populismo de que se alimenta la corrupción no da para colocar laboralmente a todo el electorado, ni permite extender los favores hasta el infinito, hay que plantearse seriamente si no es que toleramos la corrupción. Al menos, mientras sea moderada y no nos la restrieguen por la cara.

Todos podríamos citar casos de alcaldes que, si fuera cierto la mitad de la mitad de la mitad de lo que se dice o sospecha de ellos, ya estarían en la cárcel. Y sin embargo, son reelegidos una y otra vez, Y no porque hayan colocado en el Ayuntamiento a medio pueblo, sino porque éste tiene de todo y luce como los chorros del oro.

¿Consentimos, pues, un pequeño grado de corruptela si obtenemos un retorno aceptable de nuestros impuestos? ¿Como si fuera una tasa o peaje de gestión? A veces da esa impresión. No deberíamos olvidar una idea muy popular: ya que los políticos roban todos, al menos hay que quedarse con los que dejan algo positivo tras de sí. Se trata, por supuesto, de un criterio enormemente injusto, porque los más de los electos son honrados y porque no hay que confundir que no nos gusten, ellos o sus programas, o los sueldos que se autoasignan, con que estén podridos.

Además, dicha opinión es contradictoria con las que mantenemos, por ejemplo, sobre los sueldos de los políticos. Por eso, esta forma de pensar necesita que no exista ostentación. Pero cumpliendo estos “requisitos” mínimos (moderación, discreción y “retorno”) , somos más flexibles ante la corrupción, al menos sobre la pequeña corrupción, de lo que proclamamos frecuentemente y con indignación.

Es una paradoja enorme, que resulta posible por otra opinión, algo menos generalizada, pero que cuenta con numerosos defensores: que cierto grado de corrupción es indispensable para dar alas al sistema. Como una especie de lubricante para que los engranajes giren mejor. Dicho así hasta parece algo inofensivo. Ni siquiera parece el primer paso, al principio inocuo, hacia consecuencias graves. Pero basta con recordar lo que ocurrió durante medio siglo en Italia.

Esa idea de la propinilla para allanarse un poco el camino se acabó convirtiendo en un mecanismo gigantesco que, más allá de consideraciones morales, drenaba los presupuestos públicos hasta el extremo de que las obras públicas, frecuente campo de acción de la corrupción, llegaron a triplicar su coste. Es muy probable que la ruidosa caida de aquel tinglado se debiera a su insostenibilidad. Simplemente, se repartía tanto que no quedaba nada por repartir. El colapso fue práctico, no moral.

El ejemplo italiano nos ilustra además sobre la evidencia de que la corrupción tiene dos caras diferenciadas. Hay quien roba para sí y hay quien lo hace para su partido, además de quien simultanea ambas categorías. En los anteriores comentarios de esta serie reconocimos que la corrupción practicada para llenarse los propios bolsillos es difícil de combatir y que, como mucho, admite algunos apaños para ponérselo difícil a los sinvergüenzas. Curiosamente, la corrupción destinada a financiar los partidos tiene una solución mucho más sencilla, por poco que optemos por el sentido práctico. Echemos unas cuentas y tal vez descubriremos que nos sale más barato financiar a los partidos con dinero público que dejar que éstos se busquen la vida al margen del sistema. Podemos vestir de bonito esta argumentación, aludiendo a la necesidad de modificar la financiación de las fuerzas políticas, que siempre queda bien. Pero nos parece que nos hemos entendido perfectamente.

En definitiva, la corrupción es una cuestión moral que, sin embargo, no tiene soluciones totalmente eficaces aplicando la estricta justicia. Aunque lo práctico nos puede dejar en ocasiones mal sabor de boca, no deberíamos descartarlo de entrada.