El 1 de diciembre ha entrado en vigor el Tratado de Lisboa, el remedo con que se ha querido resolver el fiasco de la Constitución Europea. En su aplicación, Europa cuenta con un presidente permanente y un “ministro” de Exteriores. Dos perfectos desconocidos cuya designación dice mucho de como se llevan los asuntos europeos.
Es posible que el Tratado de Lisboa sea la única forma de desencallar el lío en que quedó convertido el trámite de la Constitución Europea. No vamos a negarlo. Pero vistos algunos resultados, no podemos dejar de concluir que, aunque la base no se sostenga y sea incluso absurda, su desarrollo posterior es plenamente coherente.
Que a los dos nuevos “líderes” europeos no los conozca casi nadie encaja a la perfección en el cuadro. Al menos, el nuevo presidente era primer ministro de su país; a la ministra europea de Exteriores sólo la conocen en su casa. Nos han vendido maravillas sobre su capacidad de generar consensos y sobre su capacidad diplomática. Pero cabe preguntarse si lo que necesita Europa son dirigentes de perfil bajo, si no meros tecnócratas, o personas con un mínimo de carisma y autoridad.
No somos santos de la devoción a Tony Blair, un líder retirado de la circulación y notoriamente quemado en la escena internacional. Sin embargo, Blair ofrecía ese perfil que parece tan evidente y puede que por ello promocionaran su candidatura conocidos detractores suyos. Cabe celebrar, claro, que el Reino Unido se implicara a fondo en querer conseguir uno de los puestos, considerando que es el más euroescéptico de los estados europeos. Pero su entusiasmo también queda descrito con la elección de una persona a quien nadie conocía hasta la fecha en la escena europea.
No podemos concluir sin efectuar la pregunta del primer párrafo: ¿por qué unos perfectos desconocidos? Pues por algo tan sencillo como que los Estados han querido salvar la cara de su propia incapacidad de construir una Europa diferente, pero asegurándose que van a seguir cortando el bacalao. Unos líderes de perfil bajo, que, no nos engañemos, van a cumplir su auténtico papel a la perfección, son ideales para que los gobiernos sigan dirigiendo a su antojo el cotarro europeo.
Todo ello no puede dejar más clara la vacuidad de esas nuevas instituciones europeas. Suerte que su finalidad era dar conciencia de algo a los ciudadanos comunitarios y frenar, de esa forma, la peculiar forma de desafección que se detecta en las elecciones al Parlamento europeo.
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