El Gobierno cortó por lo sano el enésimo chantaje de los controladores aéreos. Sí, chantaje, y no cabe calificarlo de otra forma. Desde ese punto de vista, que justificaremos a continuación, el acto de autoridad es elogiable. Otra cosa es que el recurso empleado deje un amargo sabor de boca, que no es de extrañar cuando además lo de los controladores es también una cruzada con la que el Gobierno distrae la atención.
Hay quien critica el recurso al estado de alarma para solventar, evidentemente a la brava, un pretendido conflicto laboral. Pero lo del primer día del puente no fue una huelga. Fue una simple prueba de fuerza, un chantaje por parte de un colectivo profesional que ha impuesto sus condiciones, y hasta diríamos su propia ley, a usuarios, empresas y administraciones.
El parte de guerra del puente habla por sí solo. La economía no está para aguantar pérdidas millonarias, pero menos todavía si dichas pérdidas no tienen su origen en un desastre natural, un accidente o un hecho fortuito, sino en el capricho de un pequeño colectivo que tiene la sartén por el mango, sin que se sepa con precisión cual era su queja.
Al parecer, se trataba de un decreto sobre horarios y jornadas. Pero desengañémonos, se trata de una mera dinámica de poder. Durante años, los controladores han puesto de rodillas a un gobierno tras otro para mantener una serie de privilegios que repugnan a la inteligencia, a la moral y al buen gusto.
Entendemos que la tarea de los controladores implica una enorme responsabilidad. Y ello da a este colectivo un gran poder. Desgraciadamente, el equilibrio entre responsabilidad y poder se ha roto siempre en favor de este último, y en su peor versión posible. Por poner un ejemplo que ilustre esta última reflexión, no es de recibo que unos profesionales se quejen de su carga de trabajo, apelando a motivos de seguridad, y que a la vez bloqueen la ampliación de plantillas, porque, como es normal, perderían las horas extraordinarias que tan jugosamente complementan sus ya elevados estipendios. Este milagro sobre el acceso a la profesión de controlador, por cierto, se obra gracias a una normativa que arrancaron de gobiernos anteriores, por procedimientos similares a los de este puente.
Por eso mismo, no cabe criticar al Gobierno por haber firmado un decreto sobre los controladores en vísperas del puente. Puede que hubiera imprevisión, es verdad. Pero más bien creemos que el Gobierno forzó las cosas para dar un puñetazo encima de la mesa. Sin embargo, razonar de esta forma es tanto como negar la mayor. La presión de una minoría (2.000 personas en un Estado que camina hacia los 50 millones de habitantes) no puede condicionar la acción gubernamental. Lo contrario es aceptar la mayor, la premisa de un chantaje prefigurado con todas las letras.
Es más, una huelga necesita de unos requisitos mínimos para ser considerada como tal. Incluso la esmirriada normativa que regula el derecho de huelga en España (una antigualla preconstitucional) establece unos ciertos procedimientos. Lo del primer día del puente fue otra cosa. Simplemente, los controladores se largaron, alegando una especie de epidemia que afectó a torres de control esparcidas por toda la geografía y separadas por centenares de kilómetros.
Y lo que son las cosas. La militarización como instrumento terapéutico. La posibilidad real de acabar en la cárcel, o como mínimo de pasar por el trago de una detención y una puesta a disposición de juzgados militares, tuvo efectos de curación milagrosa. No sólo fue la prueba del nueve de lo que ocurría en realidad (las enfermedades eran imaginarias y sería del caso que los médicos que firmaron las bajas no se marcharan de vacío). Es que dejó patente que por poco que los controladores no hubieran reaccionado con las vísceras, creyendo que el plante les saldría bien como otras veces, nos tendríamos que haber comido su huelga con patatas. Porque el derecho a huelga es consustacial a una democracia. Como mínimo, más consustacial que el derecho a tener vacaciones.
¿Acto de autoridad? Por descontado que sí. Un Estado que se precie de tal nombre no puede admitir ser digirido por arrebatos de cólera, poco menos que infantiles, de una casta que se cree intocable y que no busca otro fin que marcar territorio. Ha habido controladores que se lamentaban, incluso con lágrimas en los ojos, de que les obligaran a trabajar agentes de policía armados. Pero se trata de lágrimas de cocodrilo. Darse cuenta de que el Estado cuenta con recursos para no ceder es, sin duda, un duro aterrizaje en la realidad. Pero no autoriza a hacerse el víctima ni permite invocar no se sabe qué suerte de solidaridad.
Otra cosa, naturalmente, son los recursos de que puede servirse el Estado. Por mucho que fuera necesario cortar por lo sano, la declaración de un estado de alarma y la militarización de personal civil son medidas de auténtica excepción que no deben usarse a la ligera. Aunque no se trate de un conflicto laboral, sino de un desafío a la autoridad legítima.
Lamentablemente, da la impresión de que el acto de autoridad, elogiable desde nuesto punto de vista, estuvo poderosamente influido por el pulso en que el Gobierno se ha embarcado desde antes del verano. Un pulso que, aun teniendo un fundamento sólido, parece una cortina de humo desplegada para distraer al personal. La retórica de Robin Hood no es nueva en Zapatero y sus ministros. Y cuando uno se plantea por qué no se aplica un estado de alarma a los banqueros y sus desmanes, principales culpables de la crisis, se da cuenta de que el Gobierno no tiene toda la razón.
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