Convergència i Unió ha ganado con claridad las elecciones catalanas. Aunque no consiguió la mayoría absoluta y necesitará pactos, la rotundidad de su victoria se debe a la no menos rotunda derrota de los socialistas, así como la de sus aliados en el tripartito que ha constituido el primer gobierno de izquierdas de la Generalitat contemporánea. Ambas situaciones constituyen un reflejo especular.
CiU culminó su travesía del desierto con un triunfo inapelable. No sólo porque duplicó el número de escaños de su principal oponente, sino porque lo consiguió con una participación que, sin ser para tirar cohetes, fue más alta que en los anteriores comicios. Es más, basta con ver la distribución geográfica del voto para constatar el palizón. La federación nacionalista consiguió resultados históricos, con veinte puntos o más de ventaja, en feudos socialistas muy arraigados. En los feudos convergentes, la paliza fue avasalladora: los de Artur Mas llegaron a triplicar y hasta a cuadriplicar los sufragios socialistas.
Se comprende que el hasta ahora presidente de la Generalitat, José Montilla, haya arrojado la toalla. Si su derrota y la de sus aliados no hubiera sido contundente, la victoria de sus adversarios no parecería tan arrolladora. Llegados a estos extremos, aunque se tire de manual y se busque un efecto épico en lugar de una auténtica asunción de responsabilidad, poca salida digna queda que no sea la renuncia. Eso no quita que las tortas hayan comenzado enseguida, entre otras razones porque el relevo se ha planteado en unos términos que calificaríamos de imposibles de empeorar, si nos fuera algo en ello.
El tripartito paga, sin duda, sus defectos innatos. No se trata de que nos falte cultura de coalición. Es que ha habido momentos, bastantes, en que el gobierno catalán podía ser calificado, con toda justicia, de olla de grillos. Las disputas internas y una pésima comunicación se hacen más sangrantes cuando se comprueba que pasarán a la historia antes que la obra realizada, que no es tan negativa como algunos se empeñan en afirmar.
CiU se beneficia de ello y de haber planteado una inteligente campaña, que apelaba a la necesidad de un cambio. De un cambio tranquilo por más señas. Sólo el tiempo dirá, y no habrá que esperar mucho, si dichos propósitos eran sinceros o si el gobierno de Artur Mas actuará bajo el principio del "decíamos ayer". Pero de momento, el llamamiento ha tenido un efecto transversal de notable éxito entre el electorado.
¿Por qué? Pues porque decir que CiU ha movilizado a todo su electorado, incluido el que en 2003 y 2006 se abstuvo o se marchó a opciones de nacionalismo más radical, es quedarse corto. La contundencia de su victoria sugiere que CiU ha contado con el apoyo de electores de otras fuerzas políticas. Y es que el hartazgo del tripartito incluía a no pocos de sus mismos votantes.
Este resultado, sumado al ascenso del PP, están directamente emparentados, a su vez, con la crisis. También es ley de vida en la política que los gobiernos paguen los platos rotos de situaciones tan delicadas, aunque no sean culpa suya e incluso si han tomado medidas adecuadas (y con independencia de su resultado).
También hay que decir, sin embargo, que este último factor habrá llevado a la presidencia a Artur Mas, pero será asimismo su principal lastre. Pese a la lógica y comprensible alegría que experimenta un partido cuando llega al gobierno, cabe no olvidar que las circunstancias generales son más bien tristes. Y para afrontarlas, no basta con "pujolear".
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