El escándalo del presunto espionaje en el PP de Madrid tiene implicaciones políticas y morales que merecen un comentario. No entraremos a discernir quien tiene razón o si las acusaciones tienen o no fundamento. Lo que ocurre en el PP, no sólo en el de Madrid, es una lucha descarnada por el poder. Tan descarnada que cualquier cosa resulta verosímil. Incluso que las acusaciones sean falsas y destinadas a cargarse políticamente a Esperanza Aguirre. No lo parece, y a Aguirre siempre se le podría recordar que quien siembra vientos recoge tempestades, pero lo único que queda claro en este embrollo es que la pelea por hacerse con el control del PP es ya a cara descubierta y a lo que sea. Cuando se llega a estos extremos, los auténticos inocentes son muy pocos.
Es evidente que no se trata de una lucha por el PP madrileño. La trinchera está en Madrid únicamente porque una de las partes en conflicto tiene ahí una posición de ofensiva. El objetivo último, como no puede ser más claro, es la cabeza de Mariano Rajoy. Y en realidad sus dos derrotas electorales consecutivas no son la auténtica razón, sino sólo el pretexto. Lo que ocurre es que hay un PP disconforme con el hecho de Rajoy haya volado libre (es un decir) de Aznar, que es el primero a reconocer, de momento en privado, que se equivocó al designar sucesor. Pero que al actual presidente de los “populares” le lleven tiempo moviendo la silla es prueba de su propia falta de liderazgo, que el calificativo más leve que merece es el de errático.
No es necesario, por conocido, prolongar el relato de los movimientos que siguieron a la segunda derrota electoral de Rajoy, pronto hará un año. El sector que se agrupa tras Aguirre sólo se rindió en apariencia, al constatar que no le salían los números. Pero no renunció a sus objetivos últimos. Por las buenas o por las malas, como ha demostrado una insidiosa campaña contra Rajoy y sus próximos, sacada adelante con la entusiasta complicidad de una parte de la derecha mediàtica. Dicha campaña permite llamar así a algunos medios de comunicación de forma meramente descriptiva.
¿Qué consideraciones políticas cabe hacer ante tales espectáculos? Hay una muy evidente. El ansia de poder es tal que no solo no importa la inmoralidad de los medios, sino incluso la imagen que pueda darse hacia el exterior. No es gratuito afirmar que unos y otros se ven con ánimos de hacer lo que las personas normales consideraríamos auténticas tonterías contraproducentes, porque han comprobado que tienen una base electoral inconmovible. Que les vota hagan lo que hagan.
Evidentemente, el tema no les da para ganar las elecciones, al menos de momento. Pero cuando hay personas dispuestas a que su propio partido se dé un tortazo para que caiga el líder y poder ocupar su silla, casi todo es posible. No digamos si se trata de conseguir o de amarrar una poltrona a cargo de los contribuyentes. A veces parece que hemos olvidado que Aguirre, sin ir más lejos, consiguió la presidencia de la Comunidad de Madrid tras la compra de dos diputados para romper la mayoría parlamentaria y la repetición de las elecciones. A veces, parece que tales episodios, tan definitorios por mucho que les salieran bien a algunos y a algunas, no hayan existido nunca. Todo ello por no hablar del asalto a Caja Madrid, que tal vez no “llegue” tanto como una trama de espionaje, pero en el que, en un afán de controlar el dinero y todo lo que este conlleva, el poder se muestra en toda su obscenidad.
Una reflexión política sobrevenida, pero en absoluto secundaria, es que no resulta extraño que el PSOE y el Gobierno anden relajados, pese a la que está cayendo y a sentir en algunos momentos (sin mucha explicación, visto el panorama) el aliento del PP en el cogote de las encuestas. Mientras el PP se distrae en luchas intestinas, no hace oposición digna de tal nombre. Esa es la conclusión, que, por cierto, se encargan de recordar los palmeros de Aguirre y de los aznaristas para erosionar un poco más a Rajoy. El descaro con que se crean problemas para decir luego que las cosas no van bien, resulta difícil de clasificar, pero no hace lo que se dice precisamente bonito.
Hay también razones morales implicadas y concernidas en esta cuestión, pero las analizaremos en una posterior entrada.
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