Los estados que integran el G-20 han decidido, reunidos en Londres, ponerle freno a los paraísos fiscales. Gran idea y ya iba siendo hora, hay que decir. Pero la ficción en que vive instalado el mundo, que parece no tener remedio pese al duro encontronazo con la realidad provocado por la crisis, aflora en noticias como ésta. No hay propósito de enmienda, que es lo único que sacaríamos en limpio tras tantas décadas de mirar hacia otro lado y no de forma inocente. Únicamente, hipocresía.
Alguien podría plantearse si los paraísos fiscales son la primera prioridad para los millones de personas que han perdido su empleo, su casa o sus ahorros. O para quienes ven ahogada su actividad (y la posibilidad de continuar adelante sin ser una carga para la sociedad) porque el grifo de la financiación está cerrado, ya que quienes regalaron el dinero ajeno a manos llenas, incluso sabiendo que no lo recuperarían, ahora no se fían de nadie. O para quienes se han quedado incluso sin la red mínima que vivir en el primer mundo les ofrecía. Seguramente no.
Hay otras urgencias muchisimo más prioritarias, evidentemente. Pero seamos también realistas. Los Estados están volcando lo que tienen y lo que no tienen en intentar salvar el tinglado. Se podrá criticar de qué forma lo intentan, que por decirlo de forma elegante es manifiestamente mejorable. Pero mientras eso de la refundación del capitalismo no pase de titular de ocasión, estamos atrapados por aquello del ni contigo ni sin ti.
Es más, dado que las arcas de los Estados también tienen un límite, y de que el caso de Islandia ha demostrado que, en contra de la definición tradicional, un Estado sí puede quebrar, de algún lugar tendrá que salir el dinero. La idea luminosa de poner a sacar humo las máquinas que imprimen billetes de banco nos parece suficientemente retratada por el adjetivo que le hemos puesto. Pero que le hinquen el diente al dinero de los evasores fiscales, o de cosas peores, no nos parece mal.
Naturalmente, no es para dar saltos de alegría comprobar que se toman medidas por necesidad, cuando se está con el agua al cuello, en lugar de haberlo hecho por las buenas y excelentes razones morales que existen desde hace muchíiiiiiiisimo tiempo. Sin embargo, seamos prácticos. Ese gran reducto de consuelos varios que es el refranero popular, lo retrata a la perfección: nunca es tarde si la dicha es buena.
Pero una cosa es el grado indispensable de cinismo que los grandes remedios requieren a veces y otra una hipocresía que, incluso con el agua al cuello, no debería tener lugar. La sociedad en comandita que forman países ricos y países emergentes, ha repartido unos cuantos carnés de mala persona. Merecidos por otra parte, porque quien se ha aprovechado de ciertas cosas no tiene luego derecho a lamentarse. Pero en la relación de nuevos malvados oficiales no aparecen, muy opotunamente, países y hasta territorios de países que son igual de paraísos fiscales, o al menos casi tanto, como los citados, pero que disfrutan de la inmensa suerte de pertenecer al selecto club que elabora la lista.
La suerte les llega a algunos incluso para figurar en esa lista sin que ocurra nada más. ¿Acaso la Unión Europea expulsa a Austria y a Luxemburgo, o al menos “congela” su pertenencia mientras no se pongan al día? ¿Por qué Estados Unidos, el Reino Unido o China excluyen de la lista a sus territorios que funcionan como paraísos fiscales en todo excepto en el nombre (y esto último porque quien pone el nombre son ellos mismos)? ¿Que se trate de restos coloniales, lo que no ocurre siempre, es excusa para algo?
Lo de Suiza es caso aparte. Se trata simplemente de aquel viejo planteamiento de que cuando la riqueza llega a un determinado nivel no tiene necesidad alguna de dar explicaciones. Que ello se deba no a la riqueza propia sino a guardar la ajena, es una exhuberante derivada del tema. ¿Cómo van a castigar algunos a quien les guarda el dinero? ¿Se imaginan que Suiza reaccionara “congelando” (es decir, quedándose) los fondos que tiene en depósito? ¿Qué haríamos, invadir Suiza?
No, lo más sencillo es ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. Es mucho más fácil cargar la mano con microestados que no son inocentes en absoluto, pero que, con el debido respeto, no pintan nada en la escena internacional. La hipocresía no puede ser más clara.
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