Sudoku o rompecabezas. Al parecer, se ha cuadrado el círculo de la financiación autonómica. Ha sido una entente política, con todas sus ventajas e inconvenientes. Es decir, la política ha cumplido su función de hacer conciliable lo inconciliable. Pero a la vez, ni será un acuerdo definitivo ni siquiera perdurable, por las mismas razones políticas que lo aceptarán (al menos el dinero) quienes se oponen a él. Se trata de algo que cabe esperar del modelo de Estado que tenemos y, en consecuencia, no deberíamos sorprendernos de tanta polémica.
España no es en teoría un Estado centralista, pese a los muchos tics que arrastra por siglos de historia. Tampoco es un Estado federal, con partes iguales en poder y atribuciones o competencias. Aunque pocos estados federales auténticos hay en este mundo, incluidos los que llevan el adjetivo en su denominación, España no se cuenta entre ellos. El modelo que se adoptó en los inicios del actual período democrático, tiene en la asimetría su principal característica.
Es decir, existen gobiernos territoriales que tienen atribuidos con plena autonomía los principales servicios públicos, pero no todos ellos tienen el mismo techo (a veces ni el mismo suelo) de competencias y presupuesto. Hay razones más políticas que históricas para explicar (que no necesariamente justificar) como surgió un modelo que, con absoluta precisión terminológica, puede calificarse de asimétrico.
Parte del problema viene de la Transición, cuando se quiso dar una salida ordenada a las aspiraciones de las nacionalidades históricas. Como es conocido, la idea (el “café para todos”) se aplicó luego a todo el mundo, incluso a quien no la quería. En realidad, en España ya había más de una docena de gobiernos preautonómicos (como se les llamó), antes de que la Constitución asentara las vías para acceder a la autonomía. Es decir, que el invento nació en cierta forma viciado por los hechos consumados.
Y luego se completó el invento estableciendo dos vías diferentes (los artículos 148 y 151) con dos techos competenciales. Durante un tiempo se quiso creer que una vía era para las nacionalidades históricas y la otra, para el resto. Con el tiempo, se vio, sin embargo, que el redactado constitucional era suficientemente ambiguo para crear muchos problemas. El corolario han sido las recientes reformas de varios Estatutos de autonomía. Lo que en unas comunidades es digno de exégesis constitucional, en otras resulta lo más normal del mundo. Claro que eso se debe a interpretaciones partidistas y sus derivadas, no menos peligrosas, en los altos organismos del Estado.
Cuando llega la hora de repartir el dinero, el resultado es coherente con este galimatías. El Estado no hace honor a su propia definición y regatea cuanto puede porque se resiste a ser un reducto simbólico sin poder efectivo (o a consolarse con la defensa o los asuntos exteriores, ámbitos en los que, en contra de lo que se podría creer, se manda más bien poco). Por su parte, las comunidades autónomas, pese a sus muchas insuficiencias, han hipertrofiado sus aparatos de forma no siempre razonable y se han convertido en pozos sin fondo. Nunca el Estado dará bastante y nunca las comunidades tendrán suficiente.
¿Y qué ocurre cuando se mete el partidismo en medio? Pues que todo es posible. De ahí que un Estatuto sea el colmo de la perversión y otros Estatutos fotocopiados literalmente no puedan ser más seráficos. O que quien se opone radicalmente a cualquier cambio, luego no tenga empacho alguno en cobrarse el resultado. Cosas así ocurren porque se trata de desgastar al gobierno central de turno y para algunos (para casi todos) ello incluye cualquier trinchera, incluidas las institucionales.
También porque el cálculo electoral influye mucho. Ciertas actitudes son muy rentables en un sector no precisamente despreciable de la sociedad española. Y que pueda perjudicar expectativas electorales en las comunidades señaladas con el dedo no influye demasiado en el cálculo. Unos no tienen nada qué perder, dado su escaso peso electoral en esos territorios. Otros han constatado que, aunque jueguen al gato y al ratón, no se ven especialmente castigados en las elecciones, por no decir que nada en absoluto. Es difícil que así puedan cambiar las cosas.
Tampoco hay que engañarse con las reacciones de los beneficiarios de las mejoras de la financiación autonómica. Que las oposiciones regionales las encuentren negativas, aunque puedan ser mejoras genuinas, entra dentro de lo esperable. Que lo celebren como hitos históricos los gobernantes también, pero sin olvidar que estos últimos están atados a sus propias promesas y a las expectativas levantadas. ¿Qué van a decir?
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