He leído recientemente un interesante texto que planteaba el dilema de la promoción o publicidad en tiempos de crisis. Por una parte, se acostumbra a recortar todo gasto superfluo y éste es de los primeros en caer. Por otra, ¿no habría que mantener la promoción, o aumentarla incluso, cuando cuesta tanto vender?
El tema merece, sin duda, el honor de la discusión. Pero hay tangentes y derivadas no exentas de interés. Puede que no haya que cortar en seco la promoción, pero seguramente hay que hacerla de otra forma. La calidad, en lugar de la cantidad, es una de las alternativas. Y si se nos permite, la adecuación de la publicidad, el regalo promocional o el incentivo debe ser más ajustada que nunca. En realidad, debería serlo siempre, pero cuando nos lo jugamos todo a una carta (la única que podemos permitirnos) estamos obligados a hilar muy fino.
¿Qué queremos decir cuando hablamos de adecuación? Pues algo tan sencillo como que cualquier elemento promocional debe adaptarse al público al que va dirigido. No sólo para hacer que resuene ese eco, no siempre objetivable, que genera una compra. También para evitar efectos contraproducentes y, en definitiva, el rechazo de nuestro producto.
Para que se comprenda: todos somos capaces de entender que no sería conveniente regalar un jamón para vender algo a la comunidad islámica, que no come cerdo por motivos religiosos. Por bueno que fuera el jamón, el obsequio sería considerado incluso una burla. Pero salvado este mínimo básico, la mente humana se ve en libertad de perpertrar casi cualquier desatino, por muy pensante que sea la cabeza.
Un directivo de márqueting de una caja de ahorros escribía recientemente una experiencia sorprendente y muy ilustrativa. La entidad puso en el mercado un nuevo producto financiero con la ayudita de un regalo de campanillas. El producto se vendió bastante bien, pero cuando a posteriori se realizó una encuesta de satisfacción se preguntó también por el regalo y éste fue puntuado con un cero patatero por la inmensa mayoría de los clientes entrevistados. Se trataba de una moderna cafetera de alta gama, valorada en más de 150 euros. Pero nadie tuvo presente que el público objetivo de dicha campaña era de la tercera edad y que a muchos de ellos el médico les tenía prohibido el consumo de café.
Algunos encuestados, auténticamente indignados, incluso mostraron rechazo porque el obsequio se presentara con un perfil familiar. Dado que el ahorro a invertir era suyo, querían que la recompensa fuera también para ellos. Que sus hijos ya heredarían el capital en su día y que, por tanto, sólo faltaría que “heredaran” la cafetera por anticipado. En fin, que la cosa rozó el esperpento, pero al menos no acabó en catástrofe, aunque fuera por los pelos.
Sin embargo, el episodio relatado aquí es más positivo de lo que parece. Demuestra, a fin de cuentas, que un producto se vende por sí mismo si responde a la necesidad de quien lo compra. Pero también que si se opta por usar un regalo promocional hay que tener en cuenta otros factores a parte del precio o de la moda del momento. O de la “rampoina” que te coloca alguien desesperado por vaciar su estoc. La entidad de ahorro tuvo mucha suerte, ya que una promoción contraproducente no perjudicó a la venta del producto. Sólo queda confiar que habrá aprendido las lecciones evidentes.
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