La situación económica mundial sigue siendo, una semana más, una montaña rusa. Los mercados parecen reaccionar a las medidas de los gobiernos, pero al día siguiente vuelven a desplomarse. La semana pasada dudábamos de la bondad de este comportamiento. Visto lo visto, se confirman las sospechas. El sistema financiero quiere el dinero del Estado para salvar el cuello, pero no tiene propósito alguno de enmienda.
Y más que eso, los culpables del desaguisado quieren seguir al frente del cotarro, ocurra lo que ocurra. Lo sucedido en el Reino Unido no puede ser más claro. Y dado su valor enormemente ilustrativo, merece la pena explicarlo con cierto grado de detalle.
El gobierno británico decidió inyectar dinero a chorro a los cuatro principales bancos del país, cuando éstos pidieron socorro. Pero tras haber cubierto las necesidades comunicadas por ellas mismas, las entidades dijeron no tener suficiente. Llegados a esta segunda fase, el gobierno, con excelentes razones, optó por comprar los bancos en lugar de seguir arrojando fondos a un pozo sin fondo.
La “nacionalización” era más teórica que real y seguramente decidida porque el primer ministro, Gordon Brown, estaba muy acuciado en las encuestas electorales. Pero dado que se trataba de una medida política más que económica, Brown decidió hacerla redonda tomando la decisión que le pedía buena parte de la opinión pública. Es decir, la de echar a los responsables del lío.
Los directores generales de dos de los cuatro bancos fueron convocados por la mañana a Downing Street. Salieron despedidos del famoso número 10. Por aquellas cosas que a veces tiene la vida y que no sabemos explicar, los dos bancos convocados por la tarde comunicaron que ya no necesitaban la ayuda del Estado. Mejor dicho, que ya tirarían de otras soluciones para solventar sus problemas de liquidez. Aludieron, en concreto, a una ampliación de capital.
Y claro, cualquier persona, incluidos los analfabetos financieros, se pregunta si la solución al problema era tan fácil por qué no se pensó antes. Y si nos da por hacernos otras preguntas igual de sencillas, obtenemos respuestas que deberían ser inquietantes, pero que ya ni siquiera nos sorprenden. En resumen: los bancos quieren que seamos los demás quienes les saquemos del atolladero, pero, una vez tengan la cabeza fuera del agua, pretenden que todo siga como antes.
En ese mismo sentido cabe entender un brindis al sol como ese que propone una “refundación del capitalismo”. No sabíamos que se leyera tanto últimamente a Lampedusa. Ya saben, quien decía que todo debe cambiar para que todo siga igual. Tampoco lucen a mayor altura los sagaces analistas que hablan de las oscilaciones de la Bolsa como reflejo del pánico de unos cuantos insensatos, como si los bancos no tuvieran naaaaaaaaaada que ver con los mercados de valores. O el gobierno español, que no para de tomar medidas que él mismo dice que los bancos españoles no necesitan. ¿En qué quedamos? Y es que que no consigan tomarnos el pelo, no significa que no lo intenten.
Pero que las respuestas sean obvias, no debería impedirnos preguntarnos en manos de quien estamos exactamente. Porque si los bancos no necesitan la ayuda que nos pedían, sólo puede deberse a dos cosas. O nos engañaban o es que sus directivos están dispuestos a hundirlos antes que abandonar su cargo. No crean que la metáfora naval del capitán que se hunde con su barco sea de aplicación en este caso. Qué va. Tales individuos se irían tranquilamente a sus casas, sin rendir cuentas de sus malas acciones, y con indemnizaciones multimillonarias. Encima.
¿Qué más pueden querer? Sería gravísimo que la crisis no encontrara auténticas soluciones (lo de la justicia lo damos por imposible) por mera vanidad. Si ese fuera el caso, nos vemos obligados a plantearnos si, en lugar de estar en manos de unos irresponsables o de unos caras duras, lo estamos en manos de gente mucho más peligrosa de lo que pensábamos.
Además, al final, nos da la impresión que el único resultado tangible del embrollo es que, gracias a él, Gordon Brown ha resucitado políticamente. Es muy probable que la mano dura exhibida le permita conseguir una reelección que tenía muy pero que muy complicada. Es conocido que, en tiempos, lo mejor que le podía pasar a un líder en apuros era que se declarara una guerra. Incluso hay sensacionales películas que ironizan con ello, bajo el supuesto de que “se non è vero, è ben trovato”.
No hay nada mejor para remontar en las encuestas que una crisis bien administrada. Pero mejor lo dejamos aquí. Dejar correr la imaginación en este terreno no es que no fuera serio. Es que la más simple sospecha nos agravaría el dolor de estómago.
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