Las crisis ponen a prueba a las personas y a las organizaciones. Es un tópico, pero que no puede estar más cargo de razón. Actuar con el viento a favor y cuando todo viene de cara es lo más fácil en esta vida. Pero la talla se da cuando las cosas vienen en contra. Ahí se demuestra cómo es realmente uno. La presente crisis demuestra este aserto sin ningún género de dudas.
Es casi demasiado sencillo recurrir a Obama para explicarlo. Pero algo no se le puede negar al presidente de Estados Unidos: sólo el tiempo dirá si sus medidas económicas tendrán éxito o no, pero hasta la fecha es un ejemplo de como la autoridad puede usarse para ir a la yugular de los problemas.
No nos engañemos sobre un extremo. Como todo político occidental, Obama también ha echado mano de acciones difusas y a muy largo plazo, de esas que aquí hemos calificado a veces de “política bonita”, que no sirven para nada más que para dar la impresión de que se está haciendo algo. Pero también ha tomado decisiones mucho menos fáciles para poner orden a la economía. Ni siquiera el eventual fracaso de tales decisiones podrá desmentir que al menos se estuvo para lo que se tenía que estar.
Hasta la oposición apoya, en ocasiones, las medidas más delicadas. No siempre, claro, ya que una buena parte de la derecha norteamericana sigue encerrada en la idea de que su política económica era el colmo de la bondad. Sin embargo, como mínimo en esa oposición quedan algunas personas responsables. No muchas y no siempre por motivos puros, sino porque su electorado les pide marcha. En todo caso, la relativa independencia de los electos de sus propios partidos aún resulta algo de agradecer.
¿Alguien quiere tomarse la molestia de comparar todo esto con lo que está ocurriendo en España? Ni gobierno ni oposición resisten la comparación. La insuficiencia de liderazgo afecta a todos por igual y de ahí que transmitan la impresión, no del todo desencaminada, de que se preocupan más por buscarse los flancos que por tomar la iniciativa para atajar unas de las peores cifras económicas de la historia.
El PSOE y Zapatero siguen contando votos a diario para salir adelante como sea, quemadas sus naves parlamentarias tras haber abusado demasiado de las promesas incumplidas. Más que parálisis se trata de una falta de rumbo que ha acabado contagiando la acción del Gobierno (o puede que el camino haya sido al revés). Nadie puede negar que se han tomado muchas medidas y que la mayor parte son correctas (al menos son posibles), pero también está quedando la sensación de que son insuficientes y no tan bondadosas como parecía.
La obsesión de Zapatero por no mojarse en según qué sentidos completa el cuadro. La contradicción es sangrante: su actuación es cada día más presidencialista, al punto de haber convertido el Gobierno en poco menos que una gestoría que no le lleva nunca la contraria, pero va perdiendo por momentos la iniciativa y transfiriendo las decisiones más comprometidas a grupos de “expertos” o a los agentes socioeconómicos. Y al final ocurre lo que ocurre: poner tanto empeño en pasar a la historia como una buena persona acaba conduciendo a la inacción.
Pero tampoco la oposición se ha mostrado dispuesta a asumir la cuota de responsablidad que le corresponde, en particular ante una situación tan grave. El Partido Popular ha optado por la catástrofe, en parte para alimentar sus esperanzas de volver al poder, en parte para cubrir sus actuales penas internas. El discurso de debacle se nutre, además, de la reiteración ad nauseam de lo bien que lo hicieron cuando gobernaron.
Y no es lo que lo hicieran completamente mal (el ciclo económico les ayudó mucho, también hay que decirlo). Pero ese mantra que entonan contínuamente no oculta dos cosas. La primera, que la situación de hoy es muy diferente a la de 1996, aunque puedan existir algunas similitudes entre ambas. La segunda, que esas recetas que se vendieron como fórmulas magistrales, y fueron relativamente eficaces a corto plazo, son las principales culpables de la actual crisis.
No se trata de cebarse más en la oposición que en el Gobierno (a quien, por definición, siempre corresponde mayor responsabilidad), pero sí de recordar que la confianza en que el mercado lo arreglaba todo nos ha llevado a la actual situación. Es más, la derecha mundial prefirió convertirse en una derecha visionaria cuya misión era salvar el mundo y por los resquicios de ese mesianismo los sinvergüenzas de siempre hicieron su agosto.
Poco puede añadirse a la actuación del resto de fuerzas políticas españolas. Sólo la debilidad parlamentaria del Gobierno confiere protagonismo a líderes sepultados por un bipartidismo aplastante. Se trata de necesidad y no de virtud. En todo caso, también cabe preguntarse qué uso hacen de ese protagonismo sobrevenido. Unos ponen precio a su colaboración y otros estiran el cuello cuanto pueden para que una foto en plan Robin Hood les consuele de sus penurias.
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