Que miles de ciudadanos sigan sin luz más de una semana después de una tormenta es algo incomprensible en un país que se precia, no ya de estar en el primer mundo, sino de ser incluso la octava potencia económica mundial. Que la tormenta fuera excepcional (que lo fue, pero no tanto), tampoco resulta una excusa. Podemos llegar a entender un cierto grado de desorden durante las primeras horas. Pero una seña de eficacia es que los problemas no se produzcan, y que si se producen se resuelvan de forma razonable.
Una parte del problema, que no todo el problema, deriva del hecho de que una parte estratégica de los servicios públicos está en manos de empresas privadas. Pero no por el modelo privado en sí, sino por cómo se aplica por estos pagos y sobre todo por la absoluta dependencia de la exclusividad con que dichas empresas operan.
Un modelo que se basa en la obtención del máximo beneficio de la explotación de unas redes, al precio de no efectuar a penas inversiones y de realizar un mantenimiento cosmético. Los dividendos espectaculares de las eléctricas, en un sector que tiene tarifas reguladas (eufemismo para decir que estan limitadas), se explican básicamente así.
Luego, caen cuatro gotas (ni siquiera se necesita la tormenta del siglo) y la cosa falla estrepitosamente. Lo que hay que decir que es impresentable, pero a la vez plenamente coherente con el punto de partida. Es más, las cosas rozan esperpentos que darían risa si no fueran tan graves. Si se acuerdan del gran apagón de 2007 en la ciudad de Barcelona, recordarán que la caída de un cable provocó el incendio de una subestación no al lado o cerca de la avería, sino en la otra punta de la ciudad. Es decir, que las mallas que se supone que están para encajar las averías, en realidad las propagan. De broma, oigan.
Lo más sorprendente es que las mismas compañías que no invierten un euro en conservación o en mejoras están dispuestas a sufragar nuevas centrales nucleares y líneas de muy alta tensión. Proyectos que casi propovan perplejidad, dado que descartamos que, insuflando más electricidad a unas redes renqueantes, pretendan quemarlas. Pero es que estamos hablando de otro negocio, que nada tiene que ver con subministrar energía a los hogares o a las empresas. Economía transfronteriza, podríamos llamarlo.
Se preguntarán, claro, cómo es que la Administración tolera la situación. Pero qué quieren que hagan. El Estado ha conseguido funcionar con holguras durante unos años, e incluso presumir de superávit presupuestario, gracias a la caja que hizo con las privatizaciones de monopolios públicos. Algunos todavía pasan por gestores eficaces por el rédito de aquellas ventas.
Pero además, por poco que se tire el hilo, todas estas empresas acaban siendo propiedad de bancos y cajas. Es decir de las mismas entidades que les financian las campañas electorales a todos los partidos, o que les cubren las emisiones de deuda pública y la tesorería a los gobiernos de turno. Sus “enfrentamientos”, cuando los hay, son de cara a la galería y procurando no hacerse daño. Acuérdense de la “histórica” multa a la central nuclear de Ascó por hechos de gran gravedad y mayor irresponsabilidad: no recordaremos el importe de la multa y los beneficios de las operadoras para no pasar más vergüenza.
El colofón lógico de todo ello es que cuando se produce el apagón, el presidente de la Generalitat se va a Endesa a pedir explicaciones. Muy educadamente, cabe suponer. En un país normal, el presidente convoca a la eléctrica a la sede del gobierno y allí da los puñetazos que haga falta encima de la mesa. ¿Qué ocurrió aquí? Pues que tenemos gobiernos que, ante el desastre que no han sido capaces de prever ni son capaces de resolver, intentan dar la imprensión de que están al pie del cañón. El problema es que la foto no significa resolver el problema. Todo lo contrario. El presidente de la Generalitat logró la foto que buscaba (él o sus sagaces asesores), pero en el mismo acto se lo torearon.
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