Da lo mismo que llueva, nieve o sople el viento. O que se declare un incendio. Cuando se ponen a prueba los recursos con que cuenta nuestra sociedad para afrontar una emergencia, o las inclemencias del tiempo, acostumbran a fallar estrepitosamente. No se necesita ni siquiera un tornado o la tormenta del siglo. Con cuatro gotas basta para quedarnos con las vergüenzas al aire.
Y no es difícil diagnosticar qué ocurre. Que se trata, lisa y llanamente, de imprevisión. Imprevisión en el largo plazo, con medios que siempre son insuficientes a la hora de la verdad. Y en el corto, porque los avisos nunca surten efecto, aunque se den con suficiente antelación (al menos, con la misma antelación de los países donde estos problemas no se producen).
Hay razones de idiosincrasia que ayudan a entenderlo. Basta con ver como peores temporales pasan cada inadvertidos en latitudes con una meteorología menos clemente que la nuestra. Decir que están acostumbrados es el recurso más fácil. Sin embargo, la auténtica diferencia no está en que algunos países tengan peor tiempo de forma habitual, sino que pertenezcan a la categoría de los países serios o a la de los países decorativos. Dicho de otra forma: la diferencia entre Suecia y nosotros es que, como decía Josep Pla, aquí hay más bien pocos suecos.
Pero lo que sí ocurre es que los errores en materia de protección civil se repiten incidencia tras incidencia. Otra cosa es que los responsables (por llamarles de alguna forma) se empeñen en capear como puedan la indignación ciudadana, en lugar de aportar soluciones de verdad. Ya saben, esa fea manía de los políticos, de “arreglar” los problemas a base de palabras. Pero como el enfado ciudadano llega a extremos, por mero cansancio, tienen que esforzarse mucho para poder justificar su incapacidad.
El tratamiento mediático que los gobiernos han dado a la crisis les ha facilitado algún argumento. Ya saben. La cosa no era previsible. O si lo era, no podía preverse en todo su alcance. El problema radica en que, por mera terminología, la excepción no puede producirse una vez tras otra. Y el pretexto, naturalmente, acaba no colando.
La segunda línea de defensa que están intentando en las últimas emergencias es buscar culpables ajenos. Como reza el proverbio, el éxito tiene muchos padres y madres, pero el fracaso es huérfano. La aplicación más pintoresca de esta forma de actuar son las acusaciones a los servicios meteorológicos, como si pertenecieran a alguna civilización extraterrestre en lugar de a los propios gobiernos que les atacan. No es como en ciertas dictaduras de charlotada, donde igual a la lluvia la fusilan, pero poco le falta.
Pero nuestros políticos no pueden mantener la boca cerrada más de cinco minutos. Por eso, cuando quedan desbordados por los hechos, pierden por completo el norte y acaban tildando a los ciudadanos de irresponsables por no quedarse en casa. Hay que pellizcarse cuando se oye al alcalde de Barcelona hablando en estos términos de la última nevada en su ciudad. Ya ven, qué vicio más feo querer ir a trabajar.
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