dijous, de novembre 19, 2009

Hacer el ridículo es lo último que debe permitirse un gobierno

Por una vez dejaremos de hablar de la crisis o de la corrupción y otras miserias de la política, para centrarnos en las propuestas de calendario escolar que se han puesto sobre la mesa en Catalunya. Unas propuestas que, lejos de intentar racionalizar un planteamiento de fechas decimonónico, han tenido la brillante y luminosa idea de querer cambiarle el nombre a las vacaciones de Navidad y de Semana Santa, a título de respetar la laicidad, la diversidad y una larga serie de virtudes.

Decía De Gaulle (aunque por nuestros pagos se atribuye a Tarradellas) que un gobierno puede hacerlo mal, que puede hacerlo rematadamente mal, que puede hacerlo incluso bien, pero que lo que nunca puede hacer un gobierno es el ridículo. Y ese último es precisamente el caso que se produce cuando se plantea llamar vacaciones de invierno y de primavera a las que toda la vida han sido vacaciones de Navidad y de Semana Santa.

¿Ridículo? Pues sí. Y no porque no sea positivo dejar las cosas claras, tal como, por otra parte, corresponde en un Estado aconfensional. Y no porque la laicidad sea mal asunto o porque no haya que repestar la diversidad. El ridículo radica es que cambiarle el nombre a las vacaciones es la necesidad menos urgente de todas las que tiene el sistema educativo. Y que priorizar una cuestión meramente nominal, que ha conseguido enfadar hasta a quienes son ateos, indica el poco trabajo que tienen los autores de semejantes ideas y los responsables que les toleran que pierdan el tiempo de tales formas.

Con un índices de fracaso escolar a la cabeza de la Unión Europea... Con un mínimo de un 25% de alumnos que no deberían pasar curso, pero que lo pasan para disimular el desastre... Con los expertos serios que aún quedan y que no se dedican a hacer sudokus en las reuniones, avisando de que no bastará ni con una generación para recuperar lo perdido... Con profesores agredidos día tras día... Con una caída de valores entre los adolescentes que no sólo alimenta la abstención electoral sino también cosas más graves... Y, por qué no decirlo, con un calendario escolar desconectado por completo del mundo real... tenemos gobernantes, y técnicos y pretendidos expertos, que creen que primero hay que cambiarle el nombre a las vacaciones.

dilluns, de novembre 16, 2009

Contra la corrupción, cambios electorales, sí, pero algo más

Los principales partidos catalanes han puesto manos a la obra de una nueva ley electoral, con la que pretenden frenar las consecuencias de los casos de corrupción recientemente denunciados. Con independencia de que el propósito sea más bien etéreo (ya veremos en qué quedan tan nobles intenciones), ¿estamos seguros de que la indignación ciudadana puede reconducirse con un cambio de cromos electorales?

Un par de cosas están clarísimas. La primera, que la actual fórmula electoral no responde a las demandas o necesidades de los electores y que los cambios deberían operarse por convicción, no por miedo de los partidos a perder votos. La segunda, que la corrupción, como es obvio, no va a acabarse porque cambiemos la forma de repartir escaños: la veracidad de este último aserto quedará de manifiesto el día en que sea detenido por primera vez un alcalde, diputado o alto cargo en general, elegido de acuerdo con el nuevo sistema.

Los partidos políticos tienen una patata caliente entre las manos. Les quema, pero no saben como quitársela de encima. Por eso, se dedican a los inventos. Creen que un paseo por el pasillo del Parlamento, preparado exclusivamente para las cámaras, soluciona el problema, o al menos da la impresión de que se está haciendo algo. Creen también en ideas tan luminosas como incrementar el poder de la oposición. Suena muy bien, pero ¿qué significado real tiene tal cosa? ¿Nadie se acuerda del significado etimológico del término democracia?

No nos engañenos en una cosa. Las democracias anglosajonas, las primeras de la edad contemporánea, nacieron precisamente para controlar el poder del Gobierno. Basta con leer dos o tres libros de historia. El parlamentarismo británico o la Constitución americana ni siquiera hablaban de poder elegir al Gobierno. Hablaban de poder cambiarlo. No es exactamente lo mismo y la diferencia se explica, sin duda, por el contexto histórico.

Pero la democracia sigue siendo un sistema que se basa en las mayorías. El respeto a las minorías, también consustancial al sistema, no significa que haya que pervertir su esencia. Además, dudamos mucho de que ningún partido en posición de gobernar vaya a abrir la mano voluntariamente. Por ello, no resulta difícil concluir que estamos ante un mero brindis al sol.

Otra cosa es que en el ámbito electoral no quepa hacer alguna reforma que ayude a atajar la corrupción o, al menos, a limitar las tentaciones. En otra ocasión apuntamos un par de ideas que, pese al tiempo transcurrido, seguimos teniendo muy presentes. Hay dos formas de recuperar cierta ilusión en los electores que, a la vez, algo pueden ayudar en relación a la corrupción.

La primera es que hay que asegurar que gobierne quien gane las elecciones. No solo porque los pactos de perdedores hagan pensar a los electores que su voto no sirve para nada. Es que, en no pocas ocasiones, la exhuberancia de ciertos pactos oculta (si lo hace) intereses bastante oscuros. Existen soluciones para el caso de que los ciudadanos no se pronuncien con la rontudidad que este planteamiento necesita, porque otros países han pasado antes por cosas parecidas y han encontrado un camino bastante eficaz: se le llama, lisa y llanamente, segunda vuelta.

También hay que reformular las mociones de censura. No porque no sean un mecanismo necesario de corrección (sobre todo en el mundo local, donde no existe el adelanto electoral), sino porque su fin es pervertido con más frecuencia de la deseable. No es fácil proponer que una moción de censura requiera una mayoría calificada. Y lo es por el mismo principio de antes, de que la minoría no puede imponerse a la mayoría: los consensos amplios son deseables, pero las minorías de bloqueo no tanto. En todo caso, nos negamos a dejar de pensar en ello porque sea difícil de cuadrar.

Y lo segundo que cabe hacer es limitar los mandatos. También hay experiencia de ello, y positiva por cierto. Lo es asimismo para atajar la corrupción. El deseo de seguir viviendo del cuento, o alternativamente el de evitar que otro levante las alfombras, explica lo dilatadas que son algunas carreras políticas.

Conste que hemos dicho algunas. Pero también afirmamos que se necesitan medidas urgentes, claras y contundentes para que esa sospecha no se generalice. Hay cierto populismo peligrosos que acecha en el horizonte esperando cobrarse el fruto de tantos errores.

dimarts, de novembre 03, 2009

Una mala versión de la sociovergencia

El nuevo escándalo de corrupción en Santa Coloma de Gramenet ha agitado, dicen algunas voces, el llamado oasis catalán. En el peor de los casos, ha demostrado que Catalunya no es inmune, como a veces se quiere hacer creer, a ciertos males de la política. Ha demostrado también que eso de la “sociovergencia” hace tiempo que existe en determinados ámbitos. Y que se trata de ámbitos especialmente desagradables.

Ahora es muy fácil linchar a los implicados para salvar la cara. Otra cosa es si los implicados se merecen otra cosa, entre otros motivos porque la lucha contra la corrupción ciertamente no debe limitarse al campo penal. Pero debemos preguntarnos si cierto estado de cosas no era tolerado, al menos implícitamente, por los partidos de los implicados. Nadie puede ignorar que en los aledaños de los partidos circulan determinados personajes, casi siempre ex de algo, que utilizan los contactos y la agenda para vivir como marqueses sin dar palo al agua.

Que los socialistas y los nacionalistas convergentes se entienden muy bien en determinadas situaciones, además, era un secreto sólo para quienes se empeñaban, no siempre de buena fe o por ignorancia, en negar la evidencia. ¿Pacto de negocios? Puede que no, y no de forma tan explícita. Pero si alguna cosa significaba esa idea del oasis catalán es que los dos grandes partidos no se hacen daño en según qué casos.

Significa también que las cosas no se cubren con la bandera, como a veces se afirma. Pero sí se cubren con argumentos parecidos: el modelo catalán, la forma catalana de hacer las cosas..., fórmulas todas ellas que se presentan como alejadas diametralmente de sus correspondientes madrileños o españoles. Es cierto que las diferencias, pese a todo, existen. Pero haríamos bien en no tragarnos ruedas de molino y pasar ciertas falacias como si fueran el ejemplo más luminoso de la bondad universal.

¿Hay chorizos en todos los partidos, dicen? Pues sí, el riesgo es evidente y que un militante no te salga rana es una mera cuestión de suerte. Pero todo el mundo tiene claro también que en la política no se “roba” únicamente en beneficio del bolsillo propio. Y hasta sería del caso preguntarnos si ciertos enriquecimientos al calor del dinero público y de especulaciones varias no son consentidos por los partidos, siempre que los implicados tengan el detalle de acordarse de gracias a quien consiguieron abrirse tantas puertas.

Hace pocas semanas nos referíamos al refranero popular, recordando dichos tan catalanes como “Aquest mal no vol soroll” o “No prenguem mal”. Pues bien, a veces se necesita ruido y hacerse daño para corregir los problemas. Fingir que esto es un caso aislado es tanto como no reconocer que tenemos un problema. Y no hay problema más difícil de resolver que el que no es aceptado como tal.