dilluns, de gener 25, 2010

Energía nuclear: no se puede tener lo mejor de todos los mundos

El peliagudo asunto del cementerio pone en carne viva las contradicciones, y la hipocresía, de la energía nuclear. Simplemente, uno no puede oponerse al cementerio si previamente no se ha opuesto a las centrales. Ambas cosas van en el mismo paquete. Por eso mismo, lamentablemente ya no estamos a tiempo de rechazar un cementerio nuclear, si no es que lo único que pretendemos es que se lo pongan a otros para que no nos lo pongan a nosotros.

Los promotores de la energía nuclear se amparan, como hemos comentado en otras ocasiones, en dos argumentos irrebatibles. El coste por kilovatio es más barato que en cualquier otro sistema de generación de electricidad. Y la ausencia de emisiones de CO2 ayuda a cumplir con Kioto, Copenhage y lo que haga falta. Y hasta presentarse como adalid de la sostenibilidad, si a alguien le da por ahí.

Pero se obvian los dos grandes inconvenientes del invento. El primero, la seguridad. Acumulamos ya los suficientes disgustos serios e innumerables sustos para saber que cuando menos es dudosa y que, cuando se lía, se lía de verdad. El segundo, los residuos. No se trata ya de que las propias centrales tengan una capacidad limitada para guardarlos ellas mismas. Es que se trata de residuos peligrosísimos que no se volverán inertes antes de unas cuantas decenas de miles de años.

Durante cerca de cuarenta años hemos ido postergando el problema. España decidió un parón nuclear (la llamada “moratoria”), pero las centrales que ya estaban operativas han seguido funcionando a toda máquina, a veces de forma renqueante. Y miles de personas, generalmente de pequeños pueblos que viven del monocultivo nuclear, ven con buenos ojos lo que haga falta. Las centrales han subido el nivel de vida de esos lugares y, a la vez, el tiempo y los cuantiosos ingresos fiscales se han desaprovechado completamente para generar industrias alternativas.

Naturalmente, cuando uno se ha acostumbrado no exactamente al peligro, sino a que las circunstancias le resuelvan la vida, acepta el maná que venga a sustituir o a complementar al actual. ¿Por qué creen que en las manifestaciones de prostesta casi no hay nadie del propio pueblo? No crean que las millonarias inversiones con que se aliña el proyectado cementerio nuclear hacen algún bien en el sentido de plantearse las cosas de otra forma.

Sin embargo, continuamos teniendo un problema de residuos que no depende de que el gobierno de turno organice alternativas económicas a la gente. ¿Qué hacemos con todo ese combustible nuclear irradiado desde que abrimos la primera nuclear? Las centrales no son un mal sitio, todo lo contrario reúnen las condiciones idóneas, para guardarlo. Pero ni siquiera eso se previó en su momento, posiblemente porque se trataba de un negocio privado en el que lo que importaba era producir kilovatios a buen precio. Y el problema para quien venga después.

A veces se han formulado ideas luminosas, como las de mandar todos los residuos nucleares de la Unión Europea a algún país pobre, que aceptara quedarse el muerto a cambio, por supuesto, de un buen dinero. A la hora de la verdad, sin embargo, cada palo va a tener que aguantar su vela. Lo que es un problema en países acomodados cuya conciencia ecológica no está reñida con querer encender cuantos aparatos eléctricos nos quepan en casa. Un problema grave, pero ineludible.

Otra cara del problema es quien toma las decisiones. Y no lo decimos por los Ayuntamientos que, con una mera mayoría simple, pueden apuntarse al bombardeo. Lo decimos por los partidos políticos que jamás han levantado la voz contra la energía nuclear y que ahora, posiblemente porque vienen elecciones y ven yugular a la que hincar el diente, se convierten en cruzados contra el cementerio. Por eso al principio hablábamos tanto de contradicciones como de hipocresía.

dilluns, de gener 18, 2010

¿Los territorios necesitan capitales?

Catalunya acaba de retirar el anunciado proyecto de nueva división territorial ante la falta de consenso parlamentario y, por qué no decirlo, por los numerosos conflictos de campanario surgidos en buena parte del mapa. En pleno siglo XXI hay cosas que cuestan de entender. Por ejemplo, las pugnas por el nombre de las nuevas circunscripciones o por la ciudad que debe ostentar la condición de capital.

Hagamos una previa. Las “vegueries” no tienen sentido alguno si no se clarifica la auténtica maraña administrativa que gravita sobre la geografía. Naturalmente, clarificar quiere decir suprimir algunas instituciones (diputaciones y consejos comarcales). Y no solo para hacer sitio o para eliminar duplicidades. Es que no sería lógico que para unas elecciones funcionaran unas circunscripciones y para otros comicios, otras diferentes. A eso no se atreven ni los países con más cultura política que el nuestro. Claro que conseguir el asenso del Estado, cuando aquí ni siquiera nos ponemos de acuerdo, seguramente es mucho esperar.

Una vez dicho esto, volvemos al planteamiento original. Y lo hacemos con unas preguntas de esas que suelen molestar. ¿Importa algo que una “vegueria” se llame de Tarragona o del Camp de Tarragona? ¿No sería incluso normal que la ciudad de Tarragona prefiriera la versión del Camp, ya que dicha denominación reconoce su ascendente territorial? ¿Tan ociosos están algunos ayuntamientos para discutir sobre el sexo de los ángeles? ¿O es que hay problemas, que desconocemos, que requieren que se distraiga la atención?

Y lo mismo podríamos decir de la cuestión de las capitalidades. Es sonrojante que se discuta sobre capitales de nuevas unidades territoriales que van a tardar años en ver la luz (algunas, directamente, no verán la luz nunca). Pero más sonrojante es que nadie se plantee la vigencia del modelo territorial subyacente. Es decir, ese modelo según el cual hay una capital, donde se suele concentrar lo bueno de esta vida, y un “hinterland” donde se acumula lo que molesta o es feo.

Es más, solo hay algo peor que un “cap i casal” que acabe aplastando (por decirlo de alguna forma) a su territorio: es que haya un “cap i casal” cada 25 kilómetros.

Naturalmente, las ciudades aspirantes a la condición de capital no piden por pedir. A parte del lucimiento, las sedes políticas y administrativas animan la economía local. No hay ejemplo más meridiano que el de Madrid. El poblachón manchego en el que sentó sus reales Felipe II para vigilar de cerca las obras del Escorial, se ha convertido en una urbe moderna y cosmopolita, con más de cinco millones de habitantes y un montón de ventajas, únicamente por el hecho de ser la capital de España.

Otra cosa es si ese debe ser el criterio propio del siglo XXI, sobre todo cuando se trata de una “cuestión de país”. Y también está claro que el siglo XXI admite muchas soluciones tecnológicas que dejan a las capitalidades en un plano más bien secundario.

Cuando el 90% de los trámites administrativos puede hacerse por Internet, ¿son imprescindibles sedes administrativas, generalmente costosísimas? Claro que hay trámites que deben ser presenciales y que no se le puede exigir cultura digital a todo el mundo. Pero, en ese caso, basta con que la famosa ventanilla única funcione de una buena vez y que cualquier papel, sea para Madrid, para la Generalitat o para la “vegueria”, se lleve al Ayuntamiento. Que de eso, al menos, hay uno en cada pueblo.

¿Sedes políticas, dicen? Pues claro, el poder necesita de esos signos externos para autoafirmarse. Pero si las “vegueries” sólo van a servir para abrir palacetes en esas dichosas capitales, y para colocar a unos cuantos centenares de militantes, amigos y conocidos, ¿vale realmente la pena el invento y todo el revuelo que está causando?

dimarts, de gener 12, 2010

La confianza económica se desconecta de la política

España lleva dos años de crisis económica y, a la vez, dos años de deterioro político. Son fenómenos que han ido en paralelo. Pero, sorprendentemente, mientras la confianza económica se ha recuperado levemente, la confianza en la política se ha desplomado sin mejora alguna en los índices del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Lo mínimo que cabe preguntarse es por qué esta disparidad de datos.

Para nuestra argumentación se necesita una previa. Las cosas no están para tirar cohetes en ningún caso. El índice de confianza económica del CIS oscila entre 0 y 100 y suele estar en 50, 60 como máximo, cuando la economía va viento en popa. En julio de 2007 dicho índice estaba en 46,4 puntos. Tocó fondo en diciembre de 2008, al situarse en 29,4. En diciembre de 2009, se ha recuperado algo y ha llegado a 36,1. También hay que decir que, de los subíndices, se deduce que claramente existe una mejora en las expectativas, que no en la valoración misma de la situación actual, que sigue hundida.

¿Qué significa esta variación? Pues que los españoles olieron de inmediato la crisis en verano de 2007, vieron como la economía se desplomaba y ahora intuyen que el deterioro se frena. Los datos avalan la tesis de que, para la opinión pública, lo peor ya ha pasado y de que viene cierta mejora.

Pero la crisis ha hundido la confianza en la política. El fenómeno comenzó más tarde. En abril de 2008, tras las elecciones generales, el índice estaba en el 46,6, al mismo nivel que el económico en julio de 2007. Pero no ha dejado de caer hasta noviembre de 2009, y solo en diciembre pasado apuntó una levísima corrección.

En resumen: mientras la confianza económica reacciona, la confianza política sigue tocando fondo. Y pese a que las encuestas electorales apuntan a un cambio de ciclo político, la desconfianza afecta casi por igual a Gobierno y oposición. ¿Por qué?

No es difícil responder a esta pregunta en el caso del Gobierno. Zapatero negó la crisis cuando los ciudadanos ya la percibían, y cuando no tuvo más remedio que aceptarla, la minusvaloró. Sería injusto decir que el Gobierno no ha hecho nada, pero sus decisiones no habrán sido entendidas o es que sus mensajes no resultaban convincentes y tranquilizadores. Sumando a ésto los titubeos del PSOE en materia autonómica y en la lucha antiterrorista, resulta que se ha esfumado la confianza en Zapatero.

Por lo que respecta al PP, poco le ayuda, pese a navegar cómodamente en la cresta de la ola demoscópica, su política catastrofista. Se percibe claramente que el PP usa la crisis para desgastar al PSOE, como hizo la pasada legislatura con la negociación con ETA o como hacía y sigue haciendo con la política autonómica.

En realidad, lo que se ha perdido es la confianza en que los dos grandes partidos cooperen contra la crisis. No en vano, en la encuesta del CIS de diciembre último, los consultados señalaban que la desconfianza en la política era el tercer gran problema de España, tras el paro y la economía. Sin embargo, sólo así se explican paradojas como que el PP derrote en los sondeos al PSOE, a la vez que un Zapatero fuertemente devaluado inspire incluso más confianza personal que Rajoy.

El inicio de un nuevo ciclo electoral entre otoño de 2010 y primavera de 2012 no ayuda a un cambio de panorama. Por ello no resulta difícil pronosticar que la confianza en la política seguirá bajo mínimos, aunque puede que experimente ligeras subidas, incluidas las que, pese a la desconexión entre ambos índices, puedan ir uncidas a una mejora de la economía. Tampoco resulta difícil calcular que la abstención bata récords y que por los entresijos de tantos errores se acabará colando un populismo peligroso que acecha en el horizonte, esperando cobrándose el fruto de la falta de altura de miras.

dijous, de gener 07, 2010

Hora de invertir en seguridad o en armamento


El atentado aéreo frustrado en Navidad ha vuelto a desatar la histeria en el mundo occidental. Aunque sería un error menospreciar las amenazas existentes hoy en día, no cabe sino definir como histeria cierto género de reacciones. Es triste que lo mejor que puede decirse de dichas reacciones sea que parecen interesadas. No es que demos pábulo a teorías conspiratorias, pero a veces resulta difícil no creer que a algunos ya les viene bien lo que ocurre.

Ahora es muy fácil decir que se necesitan nuevas y “mejores” medidas de seguridad para afrontar los retos, cada día más sofisticados, de grupos terroristas tan etéreos que hasta nos atrevemos a clasificar en franquicias. Y es tan fácil porque permite obviar que en este último susto, como en otros anteriores, fallaron muchas cosas. Cosas tan sencillas como que los servicios secretos y las policías, supuestamente volcados en luchar contra el islamismo peligroso, se coordinen mejor y compartan algo más de información.

Cosas, en definitiva, que si funcionasen como es debido harían innecesario el recurso a carísimos y dudosamente democráticos cachivaches, como esos escáneres corporales que nos venden como una panácea.

Y puede que el verbo vender resulte de lo más indicado para referirse a lo que estamos viviendo. Las amenzas existen, es verdad, aunque no sepamos exactamente qué o quien está tras ellas. Pero lo que sí tenemos claro e identificado son los recortes a la libertad que se vienen realizando en nombre de la seguridad. Que un gobierno como el alemán, que hace pocas semanas decía que el escáner corporal era un artefacto perfectamente inútil, encabece ahora la lista de pedidos, define con bastante precisión lo que está ocurriendo. Que es ni más ni menos que el miedo como arma de márqueting.

Nos dicen que el siglo XXI va a ser así. Y no sabemos si tomarnos el aserto como una advertencia sobre riesgos bastante difusos, aunque no inciertos, o como un espot publicitario a gran escala de sistemas de seguridad. Puede que que haya llegado la hora de invertir en seguridad. O en armamento. Bien, esa hora no sería precisamente nueva, porque desde hace mucho hay quien necesita que la gente se mate entre ella para continuar repartiendo dividendo, o simplemente porque otros necesitan enemigos para poder funcionar. La pésima fama de los mercaderes de armas no debería hacernos ignorar que los auténticamente peligrosos son estos segundos.

Y, aunque el terrorismo islamista sea cosa de salvajes con los que resulta imposible negociar nada, de este género de visionarios también vamos sobrados en el mundo occidental en los últimos años.