dimarts, de desembre 14, 2010

El mundo al revés

Un estado de alarma es una circunstancia excepcional, sí. Como mínimo por los extremos de mundo al revés que propicia. La charlotada de los controladores aéreos reclamando que se les aplique la legislación militar, tras llorar a moco tendido en los telediarios porque se les obligaba a trabajar manu militari, es un buen ejemplo de ello.

Al final, uno no sabe qué intentan exactamente los controladores, sus representantes y los abogados que los defienden. Da la impresión de que buscar enmarañar los aspectos legales y así intentar eludir responsabilidades. Si no es así, lo mínimo que cabe decir es que muy normales algunas cosas no son.

Veamos como son estas cosas que no parecen normales. Los controladores rechazan su militarización, como cabe deducirse no de sus lágrimas ante las cámaras ("nos obligan a trabajar a punta de pistola", ¿se acuerdan?), como de los recursos que han presentado en los tribunales contra dicha medida.

Pero a la vez, cuando les han llamado a declarar los fiscales, se han negado a hablar argumentado que están sujetos a la jurisdicción militar, ¿Hablarían allí, en el juzgado militar que les citara? En un mundo que no estuviera al revés, habría que concluir que sí. Pero no estamos ante sucesos normales. Muy posiblemente, ante el juez togado argumentarían que su jurisdicción estaba pendiente de resolución de los recursos contra el estado de alarma.

En definitiva, elusión total y radical de responsabilidades. En el mejor de los casos, ganar tiempo para que los ánimos se serenen y el Gobierno afloje. ¿Se trata de una forma de "fugir d'estudi", como se dice en catalán? ¿O más bien de que a algunos les ha entrado el miedo en el cuerpo?

No puede descartarse que los controladores sigan a su bola, intentando plantar cara contra viento y marea, confiando ganar el envite, a partir del hecho de que al Gobierno tal vez se le fue la mano en la excepcionalidad de las medidas. Podría ser y el supuesto se ampararía en la aparente "chulería" que parece estar en eso de querer ir al juzgado militar.

Pero el argumento del miedo no es despreciable. Tras muchos plantes que les salieron bien, se han encontrado con un Gobierno que, por meros motivos populistas, también hay que decirlo, está dispuesto a meter a unos cuantos controladores en la cárcel o, cuando menos, a despedir a unas docenas de ellos. Sin duda, algunos temen que Zapatero y Blanco quieran hacer un auténtico escarmiento que no se limite a hacerles trabajar a punta de pistola, por llamarlo con su forma de decirlo.

Pero en ese caso, hay que recordar a los controladores que hasta la fecha habían tenido la gran suerte de que no les cayera nunca encima la normativa que afecta a su profesión y a la seguridad del tráfico aéreo en general. Y cuando de cuestiones de suerte se trata, ésta acaba por perderse. ¿El enésimo plante les ha salido mal? Pues que mala suerte.

Mala suerte, porque si hubieran convocado una huelga siguiendo las reglas, habrían causado el mismo perjuicio a la sociedad, pero ésta debería haberse aguantado. Recurriendo a ciertas glándulas masculinas, se situaron fuera de la ley. Pues lo dicho: mala suerte y que pase lo que tenga que pasar. Muchos habríamos perdido el empleo si hubiéramos tensado la cuerda una irrisoria fracción de lo que la han tensado los controladores. Además, muchos no tenemos esos sueldos astronómicos, pero en lugar de ello, tenemos también grandes responsabilidades, sin ni siquiera un asomo del mismo poder.

La lección que deberían sacar los controladores del embrollo en el que se han metido es que su trabajo no implica únicamente responsabilidad expresada en singular, sino también responsabilidades, así en plural. Ponemos nuestra vida en sus manos y por eso son recompensados muy generosamente. Pero ello no les da derecho a situarse por encima de nosotros.

Desgraciadamente, los tejemanejes judiciales en que se están embarcando sugieren que no van a aprender lección alguna. Y que van a aguantarle el tipo al Gobierno, tan pronto como esté quede imposibilitado para usar las medidas de excepción con que atajó el motín del puente. El estado de alarma no puede prorrogarse eternamente, aunque normavitamente sea posible siempre que el Congreso lo avale, porque ese no es el estado natural de las cosas en una democracia. Por lo tanto, cabe esperar lo peor, tanto a corto como a medio plazo.

Otra cosa será si la justicia, mientras tanto, hace su trabajo. Si hay delito, que lo paguen. A fin de cuentas, la esencia preventiva del Derecho penal se fundamenta en una amenaza implícita que damos por buena: hay cosas que no están prohibidas, pero hacerlas implica un señor castigo. Que así sea.

dissabte, de desembre 11, 2010

Un acto de autoridad elogiable

El Gobierno cortó por lo sano el enésimo chantaje de los controladores aéreos. Sí, chantaje, y no cabe calificarlo de otra forma. Desde ese punto de vista, que justificaremos a continuación, el acto de autoridad es elogiable. Otra cosa es que el recurso empleado deje un amargo sabor de boca, que no es de extrañar cuando además lo de los controladores es también una cruzada con la que el Gobierno distrae la atención.

Hay quien critica el recurso al estado de alarma para solventar, evidentemente a la brava, un pretendido conflicto laboral. Pero lo del primer día del puente no fue una huelga. Fue una simple prueba de fuerza, un chantaje por parte de un colectivo profesional que ha impuesto sus condiciones, y hasta diríamos su propia ley, a usuarios, empresas y administraciones.

El parte de guerra del puente habla por sí solo. La economía no está para aguantar pérdidas millonarias, pero menos todavía si dichas pérdidas no tienen su origen en un desastre natural, un accidente o un hecho fortuito, sino en el capricho de un pequeño colectivo que tiene la sartén por el mango, sin que se sepa con precisión cual era su queja.

Al parecer, se trataba de un decreto sobre horarios y jornadas. Pero desengañémonos, se trata de una mera dinámica de poder. Durante años, los controladores han puesto de rodillas a un gobierno tras otro para mantener una serie de privilegios que repugnan a la inteligencia, a la moral y al buen gusto.

Entendemos que la tarea de los controladores implica una enorme responsabilidad. Y ello da a este colectivo un gran poder. Desgraciadamente, el equilibrio entre responsabilidad y poder se ha roto siempre en favor de este último, y en su peor versión posible. Por poner un ejemplo que ilustre esta última reflexión, no es de recibo que unos profesionales se quejen de su carga de trabajo, apelando a motivos de seguridad, y que a la vez bloqueen la ampliación de plantillas, porque, como es normal, perderían las horas extraordinarias que tan jugosamente complementan sus ya elevados estipendios. Este milagro sobre el acceso a la profesión de controlador, por cierto, se obra gracias a una normativa que arrancaron de gobiernos anteriores, por procedimientos similares a los de este puente.

Por eso mismo, no cabe criticar al Gobierno por haber firmado un decreto sobre los controladores en vísperas del puente. Puede que hubiera imprevisión, es verdad. Pero más bien creemos que el Gobierno forzó las cosas para dar un puñetazo encima de la mesa. Sin embargo, razonar de esta forma es tanto como negar la mayor. La presión de una minoría (2.000 personas en un Estado que camina hacia los 50 millones de habitantes) no puede condicionar la acción gubernamental. Lo contrario es aceptar la mayor, la premisa de un chantaje prefigurado con todas las letras.

Es más, una huelga necesita de unos requisitos mínimos para ser considerada como tal. Incluso la esmirriada normativa que regula el derecho de huelga en España (una antigualla preconstitucional) establece unos ciertos procedimientos. Lo del primer día del puente fue otra cosa. Simplemente, los controladores se largaron, alegando una especie de epidemia que afectó a torres de control esparcidas por toda la geografía y separadas por centenares de kilómetros.

Y lo que son las cosas. La militarización como instrumento terapéutico. La posibilidad real de acabar en la cárcel, o como mínimo de pasar por el trago de una detención y una puesta a disposición de juzgados militares, tuvo efectos de curación milagrosa. No sólo fue la prueba del nueve de lo que ocurría en realidad (las enfermedades eran imaginarias y sería del caso que los médicos que firmaron las bajas no se marcharan de vacío). Es que dejó patente que por poco que los controladores no hubieran reaccionado con las vísceras, creyendo que el plante les saldría bien como otras veces, nos tendríamos que haber comido su huelga con patatas. Porque el derecho a huelga es consustacial a una democracia. Como mínimo, más consustacial que el derecho a tener vacaciones.

¿Acto de autoridad? Por descontado que sí. Un Estado que se precie de tal nombre no puede admitir ser digirido por arrebatos de cólera, poco menos que infantiles, de una casta que se cree intocable y que no busca otro fin que marcar territorio. Ha habido controladores que se lamentaban, incluso con lágrimas en los ojos, de que les obligaran a trabajar agentes de policía armados. Pero se trata de lágrimas de cocodrilo. Darse cuenta de que el Estado cuenta con recursos para no ceder es, sin duda, un duro aterrizaje en la realidad. Pero no autoriza a hacerse el víctima ni permite invocar no se sabe qué suerte de solidaridad.

Otra cosa, naturalmente, son los recursos de que puede servirse el Estado. Por mucho que fuera necesario cortar por lo sano, la declaración de un estado de alarma y la militarización de personal civil son medidas de auténtica excepción que no deben usarse a la ligera. Aunque no se trate de un conflicto laboral, sino de un desafío a la autoridad legítima.

Lamentablemente, da la impresión de que el acto de autoridad, elogiable desde nuesto punto de vista, estuvo poderosamente influido por el pulso en que el Gobierno se ha embarcado desde antes del verano. Un pulso que, aun teniendo un fundamento sólido, parece una cortina de humo desplegada para distraer al personal. La retórica de Robin Hood no es nueva en Zapatero y sus ministros. Y cuando uno se plantea por qué no se aplica un estado de alarma a los banqueros y sus desmanes, principales culpables de la crisis, se da cuenta de que el Gobierno no tiene toda la razón.  

dimecres, de desembre 08, 2010

Una victoria clara y una derrota no menos contundente

Convergència i Unió ha ganado con claridad las elecciones catalanas. Aunque no consiguió la mayoría absoluta y necesitará pactos, la rotundidad de su victoria se debe a la no menos rotunda derrota de los socialistas, así como la de sus aliados en el tripartito que ha constituido el primer gobierno de izquierdas de la Generalitat contemporánea. Ambas situaciones constituyen un reflejo especular.

CiU culminó su travesía del desierto con un triunfo inapelable. No sólo porque duplicó el número de escaños de su principal oponente, sino porque lo consiguió con una participación que, sin ser para tirar cohetes, fue más alta que en los anteriores comicios. Es más, basta con ver la distribución geográfica del voto para constatar el palizón. La federación nacionalista consiguió resultados históricos, con veinte puntos o más de ventaja, en feudos socialistas muy arraigados. En los feudos convergentes, la paliza fue avasalladora: los de Artur Mas llegaron a triplicar y hasta a cuadriplicar los sufragios socialistas.

Se comprende que el hasta ahora presidente de la Generalitat, José Montilla, haya arrojado la toalla. Si su derrota y la de sus aliados no hubiera sido contundente, la victoria de sus adversarios no parecería tan arrolladora. Llegados a estos extremos, aunque se tire de manual y se busque un efecto épico en lugar de una auténtica asunción de responsabilidad, poca salida digna queda que no sea la renuncia. Eso no quita que las tortas hayan comenzado enseguida, entre otras razones porque el relevo se ha planteado en unos términos que calificaríamos de imposibles de empeorar, si nos fuera algo en ello.

El tripartito paga, sin duda, sus defectos innatos. No se trata de que nos falte cultura de coalición. Es que ha habido momentos, bastantes, en que el gobierno catalán podía ser calificado, con toda justicia, de olla de grillos. Las disputas internas y una pésima comunicación se hacen más sangrantes cuando se comprueba que pasarán a la historia antes que la obra realizada, que no es tan negativa como algunos se empeñan en afirmar.

CiU se beneficia de ello y de haber planteado una inteligente campaña, que apelaba a la necesidad de un cambio. De un cambio tranquilo por más señas. Sólo el tiempo dirá, y no habrá que esperar mucho, si dichos propósitos eran sinceros o si el gobierno de Artur Mas actuará bajo el principio del "decíamos ayer". Pero de momento, el llamamiento ha tenido un efecto transversal de notable éxito entre el electorado.

¿Por qué? Pues porque decir que CiU ha movilizado a todo su electorado, incluido el que en 2003 y 2006 se abstuvo o se marchó a opciones de nacionalismo más radical, es quedarse corto. La contundencia de su victoria sugiere que CiU ha contado con el apoyo de electores de otras fuerzas políticas. Y es que el hartazgo del tripartito incluía a no pocos de sus mismos votantes.

Este resultado, sumado al ascenso del PP, están directamente emparentados, a su vez, con la crisis. También es ley de vida en la política que los gobiernos paguen los platos rotos de situaciones tan delicadas, aunque no sean culpa suya e incluso si han tomado medidas adecuadas (y con independencia de su resultado).

También hay que decir, sin embargo, que este último factor habrá llevado a la presidencia a Artur Mas, pero será asimismo su principal lastre. Pese a la lógica y comprensible alegría que experimenta un partido cuando llega al gobierno, cabe no olvidar que las circunstancias generales son más bien tristes. Y para afrontarlas, no basta con "pujolear".