El batacazo que las bolsas se han dado esta semana, y el funcionamiento de los mercados en general, podría ser explicado en las escuelas de filosofía como un eficaz sucedáneo de Platón y sus mitos, particularmente el de la caverna. La afirmación es rotunda, pero justificada, ya que corremos el riesgo de engañarnos a nosotros mismos a partir de meras sensaciones.
Ciertamente, la Bolsa dio un bajón como hacía muchos años que no se veía. Pero a la mañana siguiente, las empresas volvieron a abrir y los trabajadores se reintegraron a sus puestos de trabajo. No había colas en las puertas de los bancos para retirar los fondos, ni nadie saltó por la ventana como en 1929. Tal vez por eso recurrimos al anglicismo “crash”, porque por “crack” entendemos otra cosa.
Y aunque no se puede negar que existen un montón de indicadores económicos negativos, no podemos evitar preguntarnos si esta crisis, como tantas otras crisis económicas, es más psicológica que real. En toda crisis, sea del género que sea, los factores psicológicos tienen una importancia fundamental. Más todavía cuando el sujeto de la crisis no es algo real, sino un conjunto de sensaciones, la mayor parte acientíficas.
Parece un contrasentido hablar así de algo que, como la economía, se asienta en los números. Pero pocas cosas hay más evanescentes que la Bolsa. Donde no olvidemos que no compramos la propiedad de las cosas, sino una mera expectativa. Pero si exageramos el valor de dicha expectativa, corremos el riesgo de considerar como una catástrofe lo que no es más que un vaivén normal y corriente o una incidencia de las que cabe esperar.
De la misma forma que un par de jornadas seguidas de buenos resultados bursátiles, o alguna decisión psicológica para insuflar ánimo, pueden hacernos creer que el fondo de las cosas ha quedado resuelto.
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