Tras largos meses de polémica sobre los vales de restaurante, Hacienda sigue teniendo la necesidad de acotar las condiciones en que dichos medios de pago pueden desgravarse. No es que la normativa no esté clara. Es que las grandes empresas del sector hacen horas extraordinarias buscándole los tres pies al gato, porque la picaresca existente resulta muy rentable, ya no para los usuarios, sino para las empresas emisoras.
El importe del vale que permite acogerse a la desgravación a penas da hoy en en día para sufragar un modesto menú del día. Pero la desgravación no se inventó para cubrir grandes comilonas, sino para compensar a las empresas que ofrecían un servicio de comedor a sus trabajadores por una vía externa. Dicha compensación se fundamente en que las empresas que disponen de comedor propio ya se descuentan el gasto de forma directa en el impuesto de sociedades.
La ventaja fiscal tampoco se ideó para que los beneficiarios de los vales los acumularan para gastarlos en comidas de fin de semana, para tomarse copas o incluso para comprar regalos. Los establecimientos que acceptan este medio de pago son muy variados y esa diversidad tampoco es una mala idea comercial, pero la desgravación no tiene por qué cubrir cualquier cosa. Digámoslo de otra forma: si alguien quiere pagarse los gastos que sea con vales de restaurante está en su derecho a hacerlo, pero no a beneficiarse fiscalmente de ello.
No queremos buscar culpables. Pero el abuso, que es muy diferente del uso, es fruto de muchas complicidades. La menor de las cuales no es la de ofrecer encubiertamente una retribución en especie, que debería declararse.
Podrá discutirse que la empresa deba vigilar los abusos, como ocurre con tantas otras cosas en que los empresarios hacen el trabajo que debería efectuar Hacienda. Pero la empresa que reparte vales a sus trabajadores no siempre es inocente al 100%. Existiendo métodos efectivos de control, renunciar a ellos no hace lo que se dice bonito, por mucho que sea una carga impuesta.
No obstante, tampoco son inocentes al 100% los trabajadores que tiran de picaresca. En un país en el que la conciencia fiscal está, pese a recientes avances, a años luz de los países serios, la cosa es contemplada como un pecadillo menor que sólo no cometen los que no pueden, en una variante de la envidia particulamente insana. No va a ser fácil erradicar dicha picaresca porque en ella influyen razones de idiosincrasia. Esto es como quien un día se cuela en el tren no porque no tenga dinero para pagarse el billete, sino por el placer de la gamberrada.
Pero hay buenas razones para cortar con la picaresca de unos y la complacencia de otros. Entre otros motivos, por simple justicia hacia quienes hacen buen uso de este instrumento o hacia la inmensa mayoría de trabajadores que se pagan diariamente su comida.
Caso aparte es la actitud de las empresas que comercializan los vales, que vienen manteniendo una dura pugna con Hacienda. Se entiende a la perfección que deseen el mínimo de controles, ya que su negocio está en vender vales con independencia de su uso. Y la posibilidad de acumularlos o de destinarlos a otros fines les sale muy a cuenta, porque el atractivo de este procedimiento, por muy pícaro que pueda ser, es innegable.
También se entiende que no deseen la implantación de sistemas de tarjetas, que serían el método más fácil y sencillo de controlar la emisión y el uso. Ello les obligaría a transformar su negocio y a invertir para implantar la base tecnológica del nuevo medio de pago. Es más, temen que con un sistema de tarjetas podrían introducirse en su sector otros operadores sin experiencia directa en esta actividad, pero con las plataformas tecnológicas ya creadas y en funcionamiento. El espectro de la banca o de las grandes superficies comerciales es un espectro real, suponiendo que queramos llamarlo espectro.
Sin embargo, la historia y la experiencia enseñan que acabarán siendo las mismas empresas emisoras de vales quienes acabarán creando sistemas de tarjetas. Tienen el mercado y la experiencia. Otra cosa es que consideren que el mercado no está lo suficientemente maduro para sus intereses. O que les convenga sacarle el último jugo al sistema tradicional. Un sistema que, dicho sea con todos los respetos, peca de anticuado y obsoleto, aunque en el terreno práctico siga funcionando bastante bien.
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