Andan soliviantados los trabajadores de los mercados de valores ante la decisión de declarar laborable en el sector el 6 de enero, día de Reyes. Quienes han tomado dicha decisión arguyen, no sin razón, que los mercados son globables y que la actividad no puede pararse por una celebración local. La polémica tiene parte de esperpento, pero también pone en carne viva las anomalías de un calendario festivo que urge reformar.
Las chanzas han sido para todos los gustos. Desde si los tiburones de las finanzas tienen su corazoncito a que tal vez las familias podrían visitarles a la Bolsa o los Reyes Magos dejarse caer por allí para repartir los regalos. Es normal, dado que la polémica tiene un punto humorístico. Como una vez en un Ayuntamiento que convocó el pleno de los presupuestos municipales a las 9 de la noche de un 31 de diciembre. Si se trataba de acortar el debate, el tiro les salió por la culata, ya que la oposición se presentó acompañada de la familia y provista de la logística necesaria para comerse las uvas en la sala de plenos. El gobierno y sus sagaces estrategas, acuciados telefónicamente desde sus domicilios, consiguieron dar por finalizada la sesión quince minutos antes de medianoche.
Bromas aparte, la controversia tiene el valor de recordarnos que nuestro calendario festivo tiene algunas anomalías, la menor de las cuales no es precisamente su descoordinación con los del resto del mundo. Cada país tiene su particularidades en materia de fiestas, sumadas a las celebraciones que son generales en todas partes. Pero el nuestro se lleva ciertamente la palma al desconcertar a los contactos internacionales de las empresas, que nunca saben si habrá una fiesta local de la que no tienen noticia alguna o de si encima nos tomamos puentes que, como el de diciembre y según el año, pueden llegar a prolongarse hasta nueve o diez días.
Que algo forme parte de la tradición no significa necesariamente que sea lógico o razonable. Todos estamos de acuerdo en que hay fiestas señaladas ante las que la actividad debe detenerse. En cambio, hay fiestas que no sabemos porque se siguen celebrando. La Purísima es una de esas fiestas que ni siquiera continúan por costumbre, sino únicamente porque su inmediatez al día de la Constitución permite un puente de esos que a veces se critican como concepto, pero al que nadie parece querer renunciar.
¿Pasaría algo si la Purísima fuera laborable? Puede que hubiera una revolución, pero hay que recordar que cuando se suprimió el Corpus como día festivo no pasó absolutamente nada. En realidad, el problema no es de fiestas religiosas, sino de fiestas en general que han dejado de significar aquello que se quería conmemorar cuando se declararon como tales. ¿El Primero de Mayo es un simple día de asueto que, si el calendario acompaña, da para un puente apañadísimo, o recuerda realmente la histórica lucha sindical por los derechos de los trabajadores?
Decimos esto porque hay fiestas que tal vez no sean suprimibles, pero sí perfectamente trasladables, al estilo “bank holiday” del Reino Unido. Una fiesta que cae en miércoles, partiendo la semana y sin aportar demasiado en términos de descanso, puede pasarse al lunes. La actividad económica quedaría mucho menos alterada y un fin de semana largo sería seguramente más fructífero para quienes lo disfrutaran.
No todas las fiestas admiten este tratamiento. Las fiestas no se celebran en una fecha determinada por capricho. Lo que simboliza la fiesta tiene una relación muy directa con la fecha: conmemoramos tal cosa el mismo día en que ocurrió. Pero estando de acuerdo con ello, también pensamos que los festivos realmente intocables son relativamente pocos (Navidad, el Onze de Setembre...). El resto merece como mínimo el honor de la discusión.
Sin embargo, la reforma necesaria del calendario festivo no tiene sentido si no se acomete antes una reflexión a fondo sobre los horarios laborales. Una cosa va con la otra e intentaremos explicarlo en un próximo comentario.
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