Puede parecer que hablar de calendario festivo y de horarios laborales, con la que nos está cayendo encima, es no vivir en este mundo. Pero haríamos bien en recordar que una de las causas de la presente crisis es haber vivido en la ficción de una riqueza asentada en bases tan débiles como un monocultivo económico, el de la construcción, y una productividad digna de los chistes sobre las tres potencias mundiales.
Las cifras no pueden estar más claras. En la octava potencia mundial es donde se trabajan más horas al día de toda la Unión Europea. Sería más correcto decir que es donde se pasan más horas en el puesto de trabajo, dado que la estadística no refleja una laboriosidad al estilo alemán o japonés. Qué va. Esta misma potencia que pide sitio en las cumbres mundiales es la segunda por la cola en productivitad en Europa, sólo por delante de Grecia. Hasta en Portugal, el tercero en discordia del chiste, están mejor.
Una economía que lo fía todo a un sector, encima al más cíclico de todos ellos, está haciendo oposiciones al desastre. Pero además, una economía tan poco productiva agrava los vaivenes naturales del sistema capitalista en que vivimos. La bonanza, artificial pero bonanza a fin de cuentas, lo disimula. Pero cualquier leve brisa, no digamos si se trata de un huracán desatado, deja la debilidad del andamiaje en carne viva.
Todo el mundo es capaz de darse cuenta de que los trompazos se aguantan mejor y acaban antes si existe un fondo en las cosas. Sin duda, habrá quien se consuele pensando que si se tiene poco, poco se pierde. Ante lo que no se puede comentar más que el autoengaño es legítimo.
¿Qué factores influyen en esa bajísima productividad? Es obvio que existen factores culturales, muy relacionados con una idiosincrasia particular. También una limitada cultura emprendedora y pocos alicientes para incentivarla. Pero el factor único más objetivable son los disparatados horarios laborales. Como si hubieran vuelto al vasallaje medieval, los españoles se pasan en el trabajo literalmente de sol a sol, superando en mucho la expectativa realista de un buen rendimiento.
Hay infinidad de estudios científicos que demuestran que a partir de cierto punto el esfuerzo se vuelve estéril. Bien, aunque se siga produciendo, el resultado en relación a la energía empleada cae en picado. Pero eso, con ser malo, no es lo peor. Lo realmente grave es que la cosa es estéril pero no neutra. No suma ni aporta nada positivo, pero acumula cansancio que acaba repercutiendo en la jornada siguiente..., y así sucesivamente.
No habría que olvidar que somos también el país que menos duerme de la Unión Europea, 45 minutos menos de media, aunque la realidad no estadística está bastante por encima. El dato tiene explicación: descansamos menos por la sencilla razón de que estamos menos en casa o, en general, menos horas fuera del trabajo. A nadie deberían sorprenderle, por tanto, que se hayan disparado los accidentes laborales “in itinere”. En especial los ocurridos a primera hora de la mañana, cuando nos dirijimos al trabajo, en lugar de producirse a la salida, por el cansancio de la jornada, como parecería lógico. Se trata, simplemente, de que ya salimos cansados de casa.
Otra parte del problema radica en que estamos perdiendo el largo parón del mediodía, que por sus efectos reparadores se usaba para justificar las dilatadas jornadas laborales. Muchas opiniones sostienen que no, que es ese parón el que alarga la jornada. Es cierto, pero no más que en muchos casos la pausa de hasta tres horas se ha reducido a una sin que se adelantara la hora de salida. En el mejor de los casos, dado que cada vez más trabajamos en ciudades diferentes a donde vivimos, resulta difícil disfrutar adecuadamente de ese descanso de mediodía. Que el país inventor de la siesta la esté relegando, mientras otros se esfuerzan por introducirla a machamartillo, no puede ser más indicativo de nuestra desorientación en esta materia.
Para rematar, llega el fin de semana y tampoco descansamos. Además de un modelo hiperactivo de ocio consumista, el sábado y el domingo deben suplir la falta de tiempo de los días laborables en todo tipo de tareas. Hay que ocuparse del hogar, de las compras, de estar con la familia, de gestiones y tareas de todo tipo a las que no se puede dedicar otro momento... Aunque no todas esas actividades son una carga, resulta evidente que llegamos al lunes por la mañana con las baterías al mínimo... Y vuelta a empezar.
¿Qué ocurre, entonces, cuando llegan las vacaciones? Pues algo tan sencillo como que nunca tenemos suficiente. Llegamos al verano (o a cuando sea que disfrutamos el asueto anual) tan quemados que 30 días de un tirón no bastan para cargarnos las pilas. Las vacaciones fueron un logro fruto de una larga lucha. Pero romanticismos al margen, fueron aceptadas finalmente para que los trabajadores renovaran sus energías y recuperaran la plenitud de su productividad. Pero nuestros horarios son tan irracionales que las vacaciones no cumplen su función.
Estudios de hace un par de años calcularon que el “suplemento” de vacaciones que nos falta se sitúa entre 10 y 15 días. Será casualidad, pero ese extra casi coincide con la ganancia festiva que conseguimos los años que los puentes vienen de cara y se convierten en esos acueductos terapéuticos de una semana o más. Es así como una anomalía sin fundamento, ni parangón en nuestro entorno, se convierte en lo más normal del mundo.
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