dimarts, de desembre 30, 2008

Un balance que de tan fácil resulta difícil



El balance del ejercicio que cada año hacemos por estas fechas resulta demasiado fácil esta vez. Bastaría con titular que la principal noticia del año ha sido la crisis. Es un fenómeno que se ha comido literalmente a cualquier otro suceso ocurrido durante 2008, al punto de que hechos relativamente recientes y de notoria trascendencia en su momento parecen haber ocurrido hace un millón de años. ¿Quién se acuerda a estas alturas de la sequía o del lío de Cercanías, o de que hubo unas elecciones?

Durante el mes de diciembre, muchas instituciones y empresas organizan un ágape con los medios de comunicación. Una demanda frecuente que formulan los organizadores a sus invitados es que mencionen cual es, según su opinión, la noticia más importante del año. Una variante de ello consiste en preguntar por las buenas y las malas noticias. Nos consta que, este año, muchos periodistas han vacilado a la hora de responder.

No es carezcan de criterio para pronunciarse, como algunos preguntones pretenden. A veces es muy difícil elegir un único titular, pero este año sucedía todo lo contrario. El titular único era tan fácil y evidente, que ignoraba muchísimos hechos que nada tienen que ver con la crisis económica global, pero que a lo largo del ejercicio hicieron correr ríos de tinta, miles de horas audiovisuales y toneladas de bits.

Al final, quienes han cedido al tópico previsible apuntan que la peor noticia del año es la crisis y la mejor, Obama. Parecen las dos caras de la misma moneda. El mal y su remedio. Lógicamente, Obama aún no ha demostrado nada, excepto ser un extraordinario candidato. Pero las expectativas son tan altas, que la decepción figura razonablemente entre las previsiones a no demasiado largo plazo. Al menos, el presidente electo de los Estados Unidos ofrece esperanza. No es mucho, pero bastante más que lo visto hasta ahora.

Sólo añadiremos que las paradojas originadas por el peculiar calendario político norteamericano, diseñado en las circunstancias de finales del siglo XVIII, resultan cuando menos desconcertantes. Las urgencias para salvar la economía son tan acuciantes que acaba tomando medidas de largo alcance una administración en funciones, desautorizada y desprestigiada como pocas. Que decisiones vitales las tome un presidente que pinta tan poco que su escolta ni siquiera reacciona cuando es atacado (suerte que era a zapatazos), dice más que cualquier tratato en catorce volúmenes. Y dado que los presentes males vienen de Estados Unidos, y que allí deben resolverse en buena medida, para el resto del mundo el panorama resulta cuando menos preocupante.

Lo más triste, sin embargo, es que las buenas intenciones que la crisis ha parecido despertar son más retóricas que otra cosa. Los remedios aplicados lo son para unos pocos, en realidad para quienes son culpables del embrollo. Por el camino, como ha ocurrido siempre, se quedaran muchísimas víctimas. Aunque no hay inocentes absolutos en la crisis del sistema financiero, en la maldad, como en la bondad, hay grados. Como hemos recordado en anteriores ocasiones, quien aceptó una hipoteca irresponsablemente no está limpio de polvo y paja. Pero su culpa es muchísimo menor de quien convirtió en un gran negocio, casi siempre personal, la versión inmobiliaria de la ingeniería financiera de peor recuerdo.

Quienes defienden que el sistema necesita una purga, olvidan frecuentemente los dramas personales que provocan los remedios a lo bruto. No es que la purga no sea indicada, sino todo lo contrario. El sistema necesita aligerar ciertas cargas, a título al menos de evitar que ciertos errores graves se repitan en el futuro. El problema es qué cargas aligeramos y quien paga la broma. Lo mínimo que puede decirse de por donde van los tiros es que la falta de auténtico propósito de enmienda no parece ser el colmo de la prudencia.