Las elecciones vascas y gallegas del pasado domingo tienen muchas lecturas. Incluidas las que puedan efectuarse en clave política estatal. Casi siempre ha sido así, pero las especiales circunstancias que vienen viviéndose en los últimos años incrementan esa percepción. Dicho en palabras mucho más simples: Rajoy respira aliviado y gana al menos un tiempo más al frente del PP, y Zapatero y los socialistas navegan como pueden entre la derrota gallega y lo que venden como una victoria vasca, que el mínimo calificativo que merece es el de curiosa.
De Galicia poco se puede decir. El bipartito saliente paga cuatro años en que no ha demostrado ser mejor alternativa que la derecha de toda la vida en esa comunidad. Pero es más: al querer imitar los métodos caciquiles del PP de Fraga, la izquierda gallega ha demostrado palmariamente que para esos menesteres la derecha no tiene rival.
Hay alguna otra reflexión al respecto. Que la derecha haya poco menos que arrasado en las zonas industriales de Galicia, donde cabría suponer la existencia de un mayor voto obrero, ilustra como la crisis económica está comenzado a alterar el mapa electoral. Tampoco es que sea mucho, pero si suficiente. Ni la victoria del PP ha sido mucho mayor que la de hace cuatro años, ni el castigo sufrido por el bipartito PSdG-BNG ha sido devastador. Hablamos de un decalaje de dos escaños. Pero la política funciona así, con claves psicológicas que acostumbran a volar solas, frecuentemente muy por encima de los hechos objetivables.
Lo del País Vasco es mucho más complejo, pero dicha complejidad tampoco es de ahora. Formar gobierno por aquellos andurriales ha sido siempre un encaje de bolillos, en el que el PNV ha demostrado tener una habilidad excepcional. Hasta que los números no salen, claro. Y en parte la cosa ha ido siempre por ahí porque los gobiernos españoles han necesitado en numerosas ocasiones del apoyo parlamentario de los nacionalistas vascos. Un grupo pequeño, pero absolutamente estratégico para cuadrar una mayoría, que ha sabido administrar muy bien el afán de comprarse la tranquilidad del gobierno de turno.
Sin duda, los socialistas se sienten fuertemente tentados por la posibilidad de ver a Patxi López como lehendakari. Está en la naturaleza de la política ambicionar el poder. Pero conservarlo es todavía una pulsión más fuerte. No siempre el ansia de conquistarlo coincide geográficamente con la de mantenerlo. Y de ahí los mensajes anómalos que los socialistas están lanzado, que son fruto precisamente del intento de cuadrar más de una cosa.
Que Patxi López quiera gobernar en solitario, no siendo la fuerza más votada en la cámara vasca, es un milagro que solo puede obrarse con un acuerdo con el PP y el partido de Rosa Díez para que le voten la investidura y le vayan sacando las castañas del fuego, sin llegar a incorporarse al ejecutivo. Puede que dichos socios acepten tan singulares condiciones, dentro del espíritiu frentista que domina la política vasca, tanto por el lado nacionalista como por el españolista (o constitucionalista según propia definición).
Puede incluso que Zapatero confíe en que una fórmula a medio camino le permita apear del cargo a Ibarretxe y, a la vez, no perder el apoyo del PNV en Madrid. Pero a simple vista es esperar mucho. No hay que olvidar que para los partidos nacionalistas ostentar el gobierno de su respectiva comunidad es un ser o no ser. Que se lo pregunten, si no, a CiU, que desde que perdió la Generalitat en 2003 anda dando palos de ciego en su peor modalidad: la de dejarse engañar una vez tras otra porque la tentación de recuperar el poder en Catalunya les ciega los ojos.
El problema de Zapatero es que está con el agua al cuello a causa de la crisis económica y se está quedando sin salvavidas por haberlos ido quemando uno a uno con falsas promesas. En el mostrador de la política, al presidente del Gobierno ya no se le fía. Su problema, en todo caso, es que lo tiene difícil para pagar por adelantado, incluso en el supuesto de que quisiera, que no quiere.
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