diumenge, de març 22, 2009

Reflexiones sobre el ejercicio de la autoridad


El desalojo de la Universidad de Barcelona y los incidentes callejeros posteriores han levantado una tempestad política a propósito de la actuación policial. No hay que hacer demasiado caso de los aspavientos de los políticos, que, en uno de los factores que más enojan a los electores según todas las encuestas serias sobre la abstención, entonan cantares distintos según estén en el gobierno o en la oposición. Pero sí que son pertinentes algunas reflexiones sobre el ejercicio de la autoridad y hasta de las repercusiones políticas no tan evidentes de este controvertido suceso.

Vaya por delante que, vestiduras rasgadas a parte, en Catalunya está de modo poner de vuelta y media a la policía autonómica. No se trata sólo de campañas de infundios organizadas por la caverna mediática madrileña, que también es el caso. Seamos un poco autocríticos: muchos catalanes tienen enraizada en su subconsciente la idea de que una policía propia debería ser más blanda. Ya saben: menos multas, menos palos...

Se trata de un planteamiento iluso. Aunque todos esperamos de los Mossos d’Esquadra un modelo de policía mejor, precisamente por suponerles o atribuirles mayor proximidad, son policía. Es decir, el instrumento de la fuerza del Estado. Eso, además de detener delincuentes, incluye poner multas o lanzar cargas a garrotazo limpio. ¿Qué creen que significan esos bonitos aforismos según los cuales un signo de civilización, que ya no de democracia, es que la fuerza sea ejercida en régimen de monopolio por el Estado?

Y hablamos de fuerza deliberamente, asumiendo un eufemismo que lleva a diferenciar la fuerza de la violencia. Porque aunque se trata de una acrobacia semántica, refleja que existe una diferencia. Es tan sencillo como que la violencia se convierte en otra categoría, la fuerza, si se cumplen determinados requisitos básicos.

Puede parecer mera filosofía, pero ese y no otro es el meollo de los famosos incidentes de Barcelona: sin duda hubo violencia por parte de quienes protestaban, pero la actuación policial se saltó alguno de los principios básicos que permiten llamar fuerza (e incluso apostillar que es legítima) a un reparto de palos que, sin esos mínimos, sería injustificable. ¿Qué requisitos son esos a los que aludimos tan reiteradamente? Se pueden escribir varios tomos sobre ello, pero la verdad es que, lisa y llanamente, son tres elementos muy sencillos.

El primero, que el recurso a la fuerza debe ser la última alternativa, cuando se han agotado todos los demás recursos. Se explica a sí mismo y solo admite una excepción: que una situación de máxima urgencia y extrema gravedad necesite una actuación inmediata. El segundo, que el uso de la fuerza debe ser proporcionado. Tampoco se trata de un adjetivo para hacer bonito: con la dificultad objetiva que significa actuar en situaciones muy confusas, también somos capacez de darnos cuenta de si se nos ha ido la mano o no. Y, por descontado, de los profesionales de la seguridad pública se espera un cierto grado de serenidad, aun en situaciones difíciles.

Y el tercero, que aunque figure en último lugar es el más importante, que el uso de la fuerza debe estar justificado. Parece otra afirmación de manual, pero no basta con decir que los palos deben ser el último recurso y ser proporcionados. Es que tiene que haber motivos reales y suficientes para lanzar una carga policial, sobre todo si es a degüello, como en algunos momentos pareció en Barcelona. Para no abandonar el tono filosófico de esta reflexión, diremos que cuando la autoridad va a vulnerar un derecho (la integridad física de unas personas) debe ser para proteger otro derecho mayor o como mínimo igual de importante.

Una pedrada que no toca a nadie, pese a su evidente riesgo, o hasta un contenedor en llamas, no debería acabar con docenas de personas en el hospital. Otra cosa es que se esté arrasando un barrio entero o que las pedradas hayan causado heridos. Pero que la fuerza no deba usarse jamás a la ligera, excluye que se tomen como pretexto para su uso incidentes menores y de muy escasa repercusión.

Sería muy fácil decir ahora que la majestad de la ley sólo debe ceder cuando su ejercicio puede provocar males mayores. Pero todos sabemos por dónde van realmente los tiros en estos menesteres. Basta una línea de lapiz pintada en el suelo si al poder le interesa ese día hacer un escarmiento o demostrar quien manda aquí.Y que dicho tipo de decisiones puedan tomarla, si se da el caso, los mandos policiales a pie de calle no es un consuelo, sino más bien un motivo de alarma.

Pero también corremos el riesgo de irnos al otro extremo. Es lo que le ocurre a cierto progresismo que se siente desubicado si le toca enarbolar la porra. Claro que esto no sucede sólo por progresismo mal entendido, sino especialmente cuando a uno le ofusca la ambición y se queda con un regalo-trampa pensando que le hacen el favor de su vida. En definitiva, no se puede ser ministro de la guerra, como se llamaba antes, y pacifista radical. Aunque las flores puedan lucir muy bien en la boca de un fusil, se trata de universos diferentes.

Para acabar. Está clarísimo que a la Universidad se tiene que ir a estudiar, al menos mientras la mayor parte del coste lo asumamos todos, y que algunos “estudiantes” se esforzaron mucho en ganarse los palos que recibieron. Pero a la autoridad se le fue la mano de forma manifiesta, y no sabemos si es peor que fuera a posta o por descontrol. En definitiva, que se aclare lo que se tenga que aclarar y que se depuren las responsabilidades que corresponda. Porque quienes pensamos que no hay otro régimen político, que no sea la democracia, en donde la autoridad y su ejercicio estén más legitimados, nos sentimos terriblemente fuera de lugar.