El reporte anual sobre la calidad de la enseñanza en el mundo ha vuelto a confirmar lo que ya sabíamos. Ni una sola universidad española aparece entre las 200 mejores del mundo. Sin embargo, algunas universidades españolas, sobre todo las de Barcelona, son líderes en recepción de estudiantes extranjeros. Algo no liga en estas cifras, pero eso no quiere decir que no exista una explicación.
A título de previa, no podemos dejar de citar algunas paradojas del ránquing de calidad universitaria. Por ejemplo, que dentro de España no haya ni una sola universidad privada que le sople a las públicas. O que en Catalunya se haya producido el prodigio de que la Pompeu Fabra, una pública en la que se vertido dinero a carretadas para que fuera un centro de élite, quede por detrás de sus parientes pobres.
Pero cosas así ocurren cuando la evaluación es auténticamente independiente y externa. Es decir, cuando no la hace ni uno mismo ni el político de turno. Eso no quiere decir que en nuestras universidades no se hagan cosas buenas. Simplemente es que hay quienes lo hacen mejor. Y que quienes lo hacen mejor se cuentan por centenares.
Pero vayamos a la miga de la cuestión. ¿Cómo puede ser, como nos preguntábamos al principio, que universidades tan malas atraigan a tantos estudiantes extranjeros? Pues resulta difícil explicárselo, la verdad. ¿Acaso los alumnos no quieren labrarse un buen futuro por la vía de conseguir la mejor formación posible? ¿Con el paro que hay en las profesiones con titulación superior, nadie aspira a que en su currículum figure una universidad de prestigio, por poco que uno pueda permitírselo, para despuntar un poco o marcar alguna diferencia?
Parece ilógico, pero existe una lógica mucho más cruda. Hay ciudades como Barcelona, cuyas universidades reciben becarios Erasmus a miles por la sencilla razón de que aquí se vive de maravilla. Por más señas, porque existe la impresión de que, a parte de un clima fantástico, hay una gran oferta de ocio y una permisividad que permite disfrutar a lo loco, si a alguien le da por ahí.
En definitiva, que las legiones de becarios Eramus que recalan a Barcelona no vienen necesariamente a estudiar, sino a correrse juergas. Naturalmente, habrá de todo y cabe esperar que los estudiantes que vienen realmente a estudiar y a conocer otras lenguas y culturas sean la mayoría. Pero no es difícil llegar a la conclusión contraria, por triste que pueda resultar.
Puede que el fenómeno quede algo enmascarado por la gran afluencia de turistas extranjeros, especialmente jóvenes, que llenan Barcelona a lo largo de todo el año. Pero basta con darse una vuelta por foros de Internet frecuentados por esos becarios Erasmus aterrizados aquí para darse cuenta de que los juerguistas serán una minoría, pero que o son una minoría muy visible o no son tanta minoría.
Las becas Eramus se instituyeron para fomentar el intercambio entre los jóvenes europeos y mejorar su nivel de educación. Son uno de los mejores inventos nacidos en Bruselas y su objetivo no debería ser pervertido por mucho que los jóvenes les guste la alegría de vivir, por llamarlo de forma elegante. Es más, como contribuyentes tenemos derecho a quejarnos si constatamos que nuestros impuestos se destinan, aunque sea indirectamente, a financiar juergas particulares. El turismo de borrachera ya es bastante mal asunto para que encima lo incentivos mediante becas.
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