dimarts, d’abril 29, 2008

La vergüenza de Ascó


El incidente ocurrido en la central nuclear de Ascó es gravísimo. Pero no tanto por la posible contaminación radioactiva, que parece relativamente pequeña y hasta inofensiva, aunque las circunstancias del caso hagan malfiar a cualquiera, como por lo que ha dejado traslucir. El problema es más bien en manos de quien están instalaciones tan sensibles y potencialmente peligrosas.

Plantear cual es el auténtico problema de las cosas lleva a conclusiones que pueden sorprender y hasta desconcertar. Decir que lo más grave no es la fuga radioactiva en sí, sino las graves deficiencias de funcionamiento evidenciadas, entra seguramente en esta categoría. Pero hay que ir más lejos todavía, para afirmar que lo más preocupante no es que las nucleares están en manos de personas incompetentes, sino que lo realmente grave es que lo estén en manos de personas irresponsables. Esa es la conclusión a que nos lleva el ocultamiento que, durante meses, practicaron los responsables de Ascó.

No es que la incompetencia sea poca cosa. El incidente se produjo en unas instalaciones que nos juran que no pueden ser más seguras, pero que de forma periódica dan sustos una y otra vez. Ciertamente, mucho menos graves que ahora, pero con una reiteración que el mínimo calificativo que merece es el de alarmante. Podrá aducirse que el fallo casi siempre es humano, pero se trata de un triste consuelo.

No, la incompetencia es seria, pero la irresponsabilidad lo es mucho más. A sabiendas del potencial peligro del escape, los gestores de la central no solo no advirtieron a las autoridades, como era su obligación, sino que continuaron como si tal cosa, admitiendo al recinto a todo el mundo que pasaba por allí. Incluidas las visitas escolares.

Es más, la decisión de guardar silencio no se produjo por la convicción de que en realidad no había peligro, que, aunque difícil de creer, podría tener alguna disculpa. La decisión se tomó muy probablemente para ahorrar las pérdidas económicas que se originarían al pararse la central, de acuerdo con los protocolos de seguridad.

Si lo de los niños era la peor campaña de relaciones públicas que podía caerle encima a la central, haber montado todo este embrollo por anteponer el beneficio a la seguridad mina definitivamente la confianza que nos pudiera quedar. Los ciudadanos podemos llegar a entender que se cometan errores, pero no toleramos, y con razón, que nos levanten la camisa.

De esta cadena de despropósitos sólo nos queda una duda, relativa al cese fulminante de la dirección de la nuclear. ¿La ocultación fue una decisión de dichos técnicos, por la que es lógico que paguen, o su destitución es una cortina de humo para desviar la atención sobre otras responsabilidades? Nos resulta difícil creer que los directivos de Ascó actuaran por libre, aunque la posibilidad no sea completamente descartable.

Pero en ese caso, y teniendo en cuenta el factor económico en juego, tampoco los titulares de la explotación son del todo inocentes: si los directivos no iban por libre, la única explicación alternativa que se nos ocurre es que la empresa le pone a su personal unos objetivos tan elevados que solo pueden conseguirse a base de trampas. El problema, claro está, que no se trata de travesuras infantiles, sino de acciones de una excepcional peligrosidad.