El PP ha incluido en su programa una propuesta de reforma de la Ley Electoral que es un interesante punto de partida para corregir algunos de los defectos del sistema que desincentivan la participación. Pero ese buen planteamiento tiene un mal desarrollo. Con ánimo de simplificar el procedimiento, y de no entrar a plantear la segunda vuelta electoral, dicho sea de paso, la propuesta del PP acaba no significando prácticamente nada.
Digamos, de entrada y con carácter general, que la idea de asegurar que gobierne quien gana las elecciones es una idea positiva. Uno de los motivos de la creciente abstención, no el único, es que los ciudadanos perciben que sus decisiones en las urnas no siempre tiene reflejo en las instituciones. Ello es especialmente sangrante en el mundo local, donde abundan los pactos más floridos que quepa imaginar y que frecuentemente no gustan ni a los votantes de los partidos que los integran.
Por eso, que gobierne la lista más votada, es decir quien ha ganado las elecciones, es una medida de sana política. El problema se presenta cuando los electores no se han pronunciado con la rotundidad que este planteamiento exige. En otras partes donde han pasado por las mismas circunstancias, han encontrado la solución: se trata del sistema de dos vueltas.
Es un sistema a veces discutido, con el argumento de que excluye a las opciones políticas minoritarias. Y de que fomenta las mayorías absolutas, que por nuestros pagos tienen una mala prensa considerable y a veces injustificada, que otro día comentaremos. Pero con una fórmula de dos vueltas bien diseñada no es forzoso que los partidos pequeños queden al margen. En todo caso, no deberíamos olvidar que, en la actualidad, muchas de esas fuerzas no entran en las instituciones, aunque tienen los votos suficientes para ello de acuerdo con la Ley de Hondt, al no superar el mínimo del 5% de los sufragios.
Además, aunque la segunda vuelta pueda complicar o encarecer el proceso electoral, hay que tener presente que los partidos, con los pactos, ya efectúan en la práctica una segunda vuelta. A veces, “reinterpretando” los resultados de una forma absolutamente sui géneris, por muy amparada que esté por la aritmética. Puestos a que haya una segunda vuelta de facto, mejor que la hagamos los electores.
Descartada la segunda vuelta, y no hablemos ya de las listas abiertas, el PP apuesta por otro camino. Cree que debería fijarse un porcentaje de voto que, de lograrse, permitiría a quien lo obtenga designar al alcalde. El problema, claro está, es fijar ese porcentaje. Los “populares” dan orientativamente cifras como el 40 o el 45%. Se trata de cifras trampa y la mejor prueba de ello es que los mismos autores de la idea se ven obligados a añadir que debería darse también una ventaja con el segundo partido de al menos un 5%. Se trata, ni más ni menos, de la necesidad de que la victoria sea mínimamente clara para poder justificar que se imponga un alcalde sin mayoría en el pleno.
Pero hay otros factores que nos indican que tras la buena idea poco más hay. Sin ir más lejos, un resultado del 45% daría prácticamente la mayoría absoluta a quien lo obtuviera. Aunque esto no es necesariamente exacto, sorprende que se plantee como una novedad revolucionaria algo que, en los términos en que se plantea, ocurriría de todos modos más que probablemente.
Sin duda estamos ante una propuesta, de esas tan frecuentes en las campañas electorales, que no significan mucho, pero que lucen muy bien. Además, al PP hay que recriminarle que haya querido mezclar en la misma propuesta cuestiones de esas que le son tan gratas y que se supone que deben gustar a su parroquia, pero que poco consenso van a obtener. En todo caso, y con ánimo de ser positivos, al PP hay que agradecerle que al menos ponga el tema sobre la mesa.
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