El Tribunal Constitucional ha puesto en su sitio el “decretazo” de la reforma laboral de 2002. La sentencia declara injustificada la urgencia que alegó el gobierno presidido por José María Aznar. En realidad, no hacía falta una declaración de inconstitucionalidad para darse cuenta de que se hizo mal uso de un instrumento, el decreto-ley, pensado para situaciones excepcionales o de auténtica emergencia. Pero bien está que se acote su uso para poder prevenir en el futuro actos autoritarios como éste.
Habría que leer lo que escribimos hace cinco años a propósito del decretazo. Decíamos entonces que el Gobierno tenía todo el derecho del mundo a impulsar una reforma del mercado laboral y que el diálogo social es deseable, pero no imprescindible. Al ejecutivo del PP le habría bastado con presentar un proyecto de ley en el Congreso. La cómoda mayoría absoluta de que disfrutaba aseguraba el éxito de la iniciativa (por si quedaba alguna duda, la propia convalidación parlamentaria del decreto-ley lo demostró con meridiana claridad). Es más, de haber puesto manos a la obra en serio, el texto habría estado en el BOE en menos de dos meses.
Sin embargo, Aznar prefirió un acto autoritario, que no de autoridad. Es verdad que el diálogo social no avanzaba y que, en última instancia, la soberanía reside en las instituciones políticas y no en patronales y sindicatos. Si el gobierno de entonces hubiera remitido un proyecto de ley al Parlamento sin consensuarlo con los agentes sociales, podría habérsele reprochado cualquier cosa en el ámbito político. Pero no la de usar procedimientos de emergencia para cuestiones que no lo eran, que es lo que ha provocado la anulación de la norma, y no su contenido.
Dice con razón el Constitucional que donde cabe legislar es en el Parlamento. Y así es. Hoy, la doctrina de separación de poderes de Montesquieu es prácticamente nominal, ya que la iniciativa política surge fundamentalmente del ejecutivo y el legislativo actúa como mera caja de resonancia (por no hablar de un poder judicial que se dedica a hacer política). Sin embargo, las formas aún son importantes. Con frecuencia son lo único que distingue a los regímenes democráticos de los que no lo son.
Todos somos capaces de entender que a una situación extraordinaria le corresponden remedios extraordinarios. Pero también nos damos cuenta de cuando nos intentan colar gato por liebre. Aznar quiso demostrar quien mandaba en España, en un gesto de los que prodigó durante su segundo mandato y que dilapidaron la mayoría absoluta ganada durante un prime mandato que sorprendió a propios y extraños. La autoridad nunca es mala. Es más, nunca es más legítimo el ejercicio de la autoridad que en una democracia. Lo malo es cuando la autoridad se usa por razones testiculares. Si no hubiera existido una huelga general por en medio, y por descontado si las cosas se hubieran hecho bien, ahora nos ahorraríamos este bochorno.
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