dijous, de novembre 06, 2008

Barack Obama: ahora, que valga la pena


Algunas personas podemos parecer aguafiestas profesionales, pero en realidad es que queremos que las cosas signifiquen algo de verdad. No le negamos valor a los símbolos, sino que le damos el que les correspone: es decir, mucho pero no absoluto. Además, cuanto más elevadas son las expectativas levantadas, más hay que exigir que no queden frustradas. Son reflexiones que se nos ocurren tras la histórica victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales norteamericanas.

Hay un acto de justicia de gigantescas proporciones en la elección del primer presidente negro de los Estados Unidos. Los abuelos de algunos afroamericanos aún vivos fueron esclavos. Es más, a penas hace medio siglo en muchos sitios de ese país las personas de raza negra debían levantarse en el autobús para ceder el asiento a los blancos. Y cuando se les abrieron las puertas de la enseñanza secundaria o de la Universidad, tuvieron que asistir protegidos por el ejército.

Con ese trasfondo histórico, hay muchos esperanzas y sueños depositados en Obama y sería injusto no reconocerlo. Pero también hay que decir que el nuevo presidente americano ha sido elegido, con una mayoría que no es abrumadora pero muy parecida a un mandato claro, para enfrentarse a unos problemas contemporáneos muy concretos. Podemos ponerle toda la lírica que queremos al tema, ya que disfrutar del momento es legítimo, pero también tenemos derecho a esperar algo más que alegría.

Obama ha dado una campanada sin precedente ni parangón en la historia, pero deberíamos juzgarle por su actuación a partir de ahora. Que se espere tanto de él posiblemente no le haga ningún favor, ya que el riesgo de no estar a la altura es más alto que con unas expectativas más moderadas. Y es más: Obama ha marcado un hito tan importante en la historia que difícilmente podrá superarlo. Es lo que tiene llegar tan alto, que uno sólo puede ir hacia abajo. Pero eso entra en el sueldo del cargo, sobre todo para quien ha perseguido el puesto con tanto ahínco.

En el nuevo presidente americano parece haber material y sustrato para la lucha contra los grandes problemas del mundo, que tienen su origen, pero también sus soluciones, en buena parte en ese país. Como mínimo, Obama parece encarnar un estilo diferente. A fin de cuentas, muchos votantes han confiado en él por considerarlo el menos “contaminado por el sistema” de los aspirantes.

Pero los discursos capaces de generar grandes movilizaciones electorales también tienen el defecto de ser demasiado genéricos y, por tanto, vagos e inconcretos. Obama ha precisado muy poco de sus proyectos e intenciones, más allá de unos enunciados generales, muy bonitos y con los que es imposible no estar de acuerdo, pero que solo el tiempo dirá si se convierten en realidades prácticas y concretas.

Es más, Obama ha ganado con el discurso más adecuado a los tiempos que corren y está por ver si su evidente pragmatismo cuadra o no con los elevados ideales que ha vendido. Por decirlo de una forma comprensible: no es lo mismo comunicar muy bien que se tienen convicciones que tenerlas. Decimos esto porque nada hay más falso que el supuesto izquierdismo o progresismo del presidente electo de Estados Unidos. A Obama no lo han votado millones de blancos conservadores por revolucionario, sino porque encarnaba el cambio necesario. Pero el justo e imprescindible para que las cosas se pongan otra vez en su sitio y vuelva la prosperidad, la tranquilidad y la paz.

Barack Obama ha hecho muchísimo y ha cubierto etapas cruciales hasta llegar a la cima. Pero ahora queda lo más difícil. Algo que todos los políticos, sean de donde sean, deberían tener en cuenta a la hora de otorgar valor a una victoria electoral. Es ese principio tan clásico, pero tan frecuentemente olvidado, de que ganar no es un fin en sí mismo, sino un medio. Un medio, claro, para construir un mundo mejor.