Gasolina al fuego (y 4)
Hay que reconocer que muchos de los problemas que se producen durante una situación de emergencia son fruto de nuestra cabezonería. ¿Quién es la Guardia Civil para decirnos que no se puede subir a ese puerto de montaña, a nosotros, que nos hemos comprado un todo terreno que puede con toda la nieve que le echen? ¿Les suena, no? Naturalmente, si la hazaña montañera acaba como es de prever, no nos limitamos a desgañitarnos pidiendo socorro: encima, criticamos todo lo habido y por haber, hasta a los guardias que nos avisaron del peligro, porque el rescate no llega a los dos minutos. Y, por descontado, la culpa es del Gobierno. Como dicen en Italia: “piove, porco Governo”.
En esa idiosincrasia ácrata influye también una desconfianza hacia todo tipo de autoridad. Ello es fruto, a su vez, de una escasa tradición democrática. En otros países de nuestro entorno no se entienden estas acitudes de “desobediencia”. Pero se trata de países que han disfrutado de décadas ininterrumpidas de democracia. Y además, en la distinción entre países serios y países decorativos que trazó en el siglo XVIII Emmanuel Kant, pertenecen a la primera categoría.
Pero no podemos dejar de preguntarnos, tras treinta años del fin de la dictadura franquista, qué han hecho las administraciones democráticas para vencer nuestra desconfianza. No hablamos tanto de confianza por que sí. Imagínense un accidente en una gran industria química. Lo indicado en el 95% de casos es el confinamiento en espacios cerrados, para evitar la exposición a nubes tóxicas. La evacuación solo es recomendable ante el riesgo de explosión. Esto quiere decir que lo correcto es encerrarse en casa, no salir corriendo, no ir a buscar a los niños al colegio... Es decir, todo lo contrario de lo que el instinto natural de conservación nos indica. Una administración que deba convencer a sus ciudadanos de ir contra el instinto básico de supervivencia debe tener no sólo una gran autoridad, sino disfrutar de una confianza poco menos que absoluta.
No siendo una confianza innata, sino adquirida, debe ganarse a lo largo de los años. Es un bien preciadísimo que cuesta mucho de conseguir y que puede perderse por el más mínimo error. Por eso es tan grave que Protección Civil tropiece tantas veces seguidas en la misma piedra, porque esa reiteración en el error es más dañina que la falta absoluta de planificación que deja traslucir.
¿Qué cara se les queda a los conductores atrapados en una autopista cortada por la nieve, cuando se enteran de que la quitanieves no puede llegar hasta ellos porque se lo impide la misma cola de vehículos? Posiblemente no les vengan a la mente las alternativas evidentes, porque lo más seguro es que se estén acordando en esos momentos de la señora madre de los responsables. Pero lo que de verdad causa desazón es que ese mismo incidente se produzca temporal tras temporal, a veces con una diferencia de pocos días.
No solo planificamos, sino que las lecciones que hay que sacar de cada suceso no son aprendidas. Lo que ”consolida” disfunciones y errores sistemáticos (de los que la historia de la quitanieves es un simple ejemplo), que acabamos aceptando resignados como si fuera algo fortuito o lo más normal del mundo. La cosa no es solo grave por sí misma. Dado que la solución a una emergencia depende en buena medida de la colaboración de los afectados, enajenarse su buena voluntad y disposición es añadir problemas a situaciones que ya son bastante problemáticas sin añadidos externos.
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