La relación entre la ciudad y el campo ha sido siempre conflictiva. No se trata sólo de factores psicológicos, sino también, y sobre todo, de la asimetría entre los respectivos estilos de vida y nivel de prosperidad. Ciertamente, a veces los pueblos tienen mentalidad de campanario, pero las ciudades raramente ejercen con generosidad su papel de capitalidad.
Hace una media docena de años, el Ayuntamiento de Barcelona lanzó un globo sonda sobre la posibilidad de cobrar una especie de tasa a las personas que accedieran a la ciudad. Se argumentaba que dichas personas consumían servicios de Barcelona sin pagar impuestos por ellos. Y que dado que a diario entran un millón de personas en Barcelona, el problema no era minúsculo, sino que rozaba la categoría de tragedia.
La argumentación era impecable, pero no siempre la lógica más estricta consigue colar. Todo lo dicho era verdad, pero una ciudad de un millón y medio de habitantes que recibe a diario a un millón de personas es una ciudad de una prosperidad a prueba de bomba. Claro que los visitantes no pagan impuestos locales, pero las tiendas, los restaurantes y cafeterías, los aparcamientos, los centros comercials..., sí los pagan. Y precisamente dada esa gran afluencia, su número es mayor y, por tanto, más son los contribuyentes.
Todo ello sin olvidar que una parte de los ingresos por tasas locales proviene de las zonas públicas de aparcamiento, bautizadas con diversos colores. No dudamos de que su función es la rotación del estacionamiento, pero los ingresos de los parquímetros no los recibe el Espíritu Santo, ni consta que el Ayuntamiento los entregue a una ONG. ¿Acaso quienes visitamos Barcelona tenemos el aparcamiento gratuito?
Pero existe un argumento todavía más poderoso en contra de esa tontería de querer cobrar peaje a las entradas de Barcelona. Los supuestos incovenientes que aducía el Ayuntamiento no son sino el precio que una capital debe pagar a cambio de disfrutar de primera mano de muchos servicios y equipamientos públicos que no existen en los pueblos. Incluidos, naturalmente, los que teniendo el carácter de nacionales, se ubican en las capitales por criterios de masa demográfica o simplemente para que luzcan. Y que pagamos todos, vivamos donde vivamos.
Un ciudadano de fuera de Barcelona podría haberse puesto un poquito demagógico y hacer un planteamiento como el siguiente. Podría acceptar gustosamente pagar una tasa por entrar a Barcelona, siempre y cuando en su pueblo tuviera Teatro Nacional, universidad, museos, hospitales de primera línea, rondas en lugar de una mala carretera, metro las 24 horas en lugar de un autobús o tren al día, aeropuerto, puerto y hasta mar si no lo hubiera. Tal vez sea discutible que en cada pueblo tenga que haber obligatoriamente servicios privados, pero puestos a pedir podríamos reclamar centros comerciales, cines de estreno y hasta al Barça. ¿Quién pagaría todo esto? Que se lo cobren del peaje por entrar a Barcelona, ¿no? Se trata de una lógica retorcida, claro está, pero no menos irreprochable que la otra.
Esto puede tener la pinta de una suprema tontería, pero lo es menos de lo que parece. Por poner solo un ejemplo, las posibilidades de sobrevivir a un infarto son directamente proporcionales a la distancia hasta el hospital más cercano. Cuanto más cerca, mejor para el enfermo. Llámennos demagogos si quieren, pero a la vista está que un infarto tiene más posibilidades de no ser fatal en el centro de Barcelona que en cualquier pueblo que esté a 50 kilómetros de un hospital.
¿Por qué creen que hemos tenido que inventar un sistema de ambulancias que son hospitales móviles en miniatura? ¿Por qué hay un hospital de verdad en cada pueblo? Y aún así, dicha flota está concentrada en su mayor parte en el área metropolitana de Barcelona por consideraciones demográficas, mientras que la mayor parte de comarcas cuentan con un sólo vehículo a veces para más de 20 pueblos. Es muy doloroso preguntarse por las consecuencias de dicho reparto.
La igualdad de oportunidades, considerada en el plano territorial, es una quimera. Tomemos otro ejemplo. Aunque la oferta universitaria está hoy mucho más descentralizada que veinte años atrás, hacer una carrera sigue sin ser lo mismo para quien vive en una ciudad con universidad que para quien tiene que desplazarse desde lejos. Además, a quien le ha salido la carrera más barata le toca otra vez la lotería porque en una gran ciudad existe mayor demanda laboral y se pagan mejores sueldos. ¿Les extraña que los universitarios que “regresan” a sus pueblos sean relativamente pocos?
En Catalunya se plantea ahora (bien, en realidad llevamos 25 años planteándolo) un nuevo modelo territorial. Bien está que se reconozca la realidad de las cosas, pero debería pensarse que muchas partes de Catalunya lo que necesitan son servicios de calidad y lo más cerca posible, en lugar de nuevos órganos políticos con sus correspondientes palacetes. Además, tener oficinas administrativas cerca no es ningún premio de consolación en una época en que la mayor parte de trámites oficiales pueden, o deberían, hacerse por Internet. No obstante, incluso así, existen muchos pueblos que no pueden si quiera soñar con tener ADSL, mientras en las ciudades pueden elegir hasta los canales de televisión que recibirán por la línea telefónica.
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