Pocas pruebas de la crisis de nuestro sistema de justicia pueden ser tan contundentes como el juicio que ha comenzado esta semana por el gran incendio que ocurrió en la región central de Catalunya en el año 1994. No crean que se trata de algo muy excepcional. Estos mismos días se ha celebrado la vista del juicio por el otro gran incendio que ocurrió en 1998.
Las fechas aludidas no pueden ser más expresivas de lo que queremos decir. A tales alturas, la justicia es cualquier cosa menos eso. Aclaremos una cosa: evidentmente, hay que depurar las responsabilidades penales y porque, consideraciones sobre la prescripción aparte, nunca un delito debe quedar sin castigo simplemente porque haya pasado una temporada desde que se cometió. Pero una justicia administrada en estas circunstancias no es justa para nadie.
No lo es para las víctimas, que frecuentemente necesitan el castigo de los culpables como catarsis que les permita superar emocionalmente los hechos ocurridos. Pero tampoco lo es para los acusados, tanto para los que resultan inocentes como para los que resultan culpables. Si son declarados inocentes, no es lógico que vivieran durante tantos años con una espada de Damocles sobre su cabeza. Para algunos, una imputación tan prolongada ha acabado siendo un castigo real y con efectos en sus vidas personales o profesionales.
Pero ni siquiera los culpables se merecen eso. Si la pena, además de reparadora, debe ser rehabilitadora y recuperadora, no tiene sentido que se aplique a tamañas distancias de los hechos. Cuando frecuentemente, además, dicha rehabilitación se ha producido ya sola y por cuenta propia. Sin embargo, seguimos escandalizándonos periódicamente ante los típicos casos de delitos de juventud, ocurridos muchos años atrás, que llevan a la cárcel a personas recuperadas para la sociedad y que llevan una vida normal.
Naturalmente, también queda defraudada la sociedad, que espera de su sistema de justicia respuestas ágiles y rápidas que aseguren aquellos principios y bienes cuya protección hemos encargado a dicho sistema.
Nada de lo dicho aquí puede aplicarse, sin embargo, a los dos juicios mencionados al principio. Si la cosa se ha dilatado hasta extremos indecentes es porque las compañías eléctricas acusadas han puesto todos los obstáculos y trabas posibles. La triste realidad es que ambos juicios podrían haberse celebrado a los pocos meses de los incendios (por no decir que al día siguiente), porque nada ha variado a lo largo de los años y las circunstancias eran y son las mismas. Sólo la voluntad de postegar al máximo el procedimiento de las compañías explica (es un decir, claro) lo ocurrido.
El proceder de las eléctricas en este asunto, como el de muchas grandes compañías en situaciones más o menos parecidas, tiene dos únicas razones: provocar el abandono por cansancio de los demandantes (maniobra de efecto directo) y evitar sentencias condenatorias que puedan ser usudas como precedente en casos futuros (maniobra a largo plazo). La actitud de empresas que no se responsabilizan de sus fallos y no dan la cara por su actividad no nos inspira sentimientos muy positivos. Pero creemos intolerable que compañías que han obstruido de esta forma la acción de la justicia se lamenten ahora del retraso. Y sería muy del caso que los tribunales, o el legislador, tomara buena nota.
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