Hay quien cree que el desastre generalizado de los servicios públicos determinará una campaña electoral centrada en cosas que importan, en lugar de ser para algunos una reválida de lo ocurrido hace cuatro años. Vana esperanza. Puede que ello suceda en Catalunya, donde la paciencia de los ciudadanos ha superado todos los límites. Pero, ¿se va hablar mal de Cercanías dónde funciona bien?
Parece inevitable, pues, que en la próxima campaña se hable poco de problemas reales, si no es como combustible para los reproches mutuos. Ello no quiere decir sólo vaya a salir ETA o el enésimo capítulo de las delirantes conspiraciones del 11-M, pero tampoco hay que hacerse ilusiones. El PP lleva dos o tres semanas bastante comedido, pero no por propósito de enmienda, sino por sus rifirrafes internos.
Por otra parte, referirse a lo que puede constituir el centro de las próximas elecciones obliga a efectuar un mínimo balance del Gobierno saliente. Faltan seis meses, pero podemos pasarle este examen al ejecutivo de Zapatero, dado que poco más de lo ya visto va a llevarse a la práctica (tema aparte son los proyectos que se están poniendo en marcha para animar el cotarro, pero que poca traslación a la realidad van a tener antes de los comicios).
El Gobierno no lo ha hecho tan mal como la derecha y sus palmeros se empeñan en proclamar a diario. Las cuestiones de derechos fundamentales no deberían ser descartadas como algo accesorio o superfluo. Y hay decisiones, como la Ley de Dependencia (o como lo fue en Catalunya la sexta hora lectiva o el plan de protección del litoral, por citar otros dos ejemplos visibles), cuya bondad no puede valorarse en su justa medida hasta transcurrida una generación.
Otra cosa es que el actual Gobierno socialista haya elaborado hermosísimas y bienintencionadas leyes, cuya eficacia ha resultado ser manifiestamente mejorable. La legislación contra la violencia de género pertenece a una peculiar categoría de política decente, a la que se le va la mano en el afán justiciero (o mejor dicho, en el afán de titulares de prensa) sin conseguir frenar el problema.
Por su parte, la economía marcha a un ritmo excepcional, que en buena parte es herencia de los gobiernos anteriores. Pero para lo bueno y para lo malo: para lucir indicadores que ya quisieran para sí países de mucha más enjundia, pero también para padecer las debilidades intrínsecas de un modelo de crecimiento que no se basa en la productividad, sino en el ladrillo puro y duro.
La principal crítica que se le puede hacer a Zapatero, en este sentido, es que los buenos datos estadísticos de la economía no se traducen en un mayor bienestar para los ciudadanos de a pie. Ni la inflación ha sido contenida ni ha desaparecido la sensación práctica de una vida mucho más cara. El fracaso de la política de vivienda de Zapatero es notorio y no se disimula con medidas populistas de última hora. Y la quiebra de los servicios públicos, a la que aludíamos al principio, señala que la “modernización de España” puede ser un chiste.
Poco (o poco bueno) puede decirse de la otra gran cuestión de política interior. Es absurdo discutir si Zapatero intentó arreglar lo de ETA con la mejor buena fe. ¿Alguien en su sano juicio cree que lo quiso hacer mal a posta? Pero también tenemos derecho a preguntarnos si no se trató en realidad de ingenuidad. O incluso de obnubilación a la vista de la meta. Cuando las aguas internas del PP vuelvan a su cauce, esta cuestión volverá a la palestra. Y se recrudecerá si Rajoy constata las encuestas no le profetizan un vuelco electoral.
Una cosa se percibe ciertamente. Estas elecciones van a ser una guerra en la que cada cual luchará con todo lo que tenga a mano, ya que los sondeos se mantienen muy ajustados. El PSOE ha pasado cuatro años con el aliento del PP en el cogote. No se ha soltado ni siquiera en los momentos en que los populares parecían más quemados.
Este mandato ha demostrado que el PP cuenta con una base electoral de una fidelidad indestructible. Rajoy no va a bajar de diez millones de votos, por muchas tonterías que digan los Acebes y Zaplanas. Sin embargo, también es probable que no pase de ahí y el actual PP puede tenerlo difícil para gobernar si no consigue una mayoría absoluta, aun contando con el ansia desesperada de tocar poder de algunos que podrían decantar la balanza.
Sin embargo, para los socialistas el problema es haber descubierto tarde que sólo con talante y buenas maneras no se va a ninguna parte. Por eso, y a la vista de que tampoco les salen los números, optan a última hora por buscar el cuerpo a cuerpo y por subir el tono populista de una gestión cuya eficacia descansaba en su moderación.
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