Los acuerdos entre la Administración y los sindicatos para regular servicios mínimos en caso de huelga en servicios esenciales no son un mal sistema. Pero no consiguen obviar la necesidad de una ley de huelga, cuya inexistencia es una anomalía grave tras casi 30 años de democracia. Aunque alabamos los pactos conseguidos en Catalunya, no podemos dejar de recordar que, en el fondo, ni a la Administración ni a los sindicatos les interesa realmente determinar por ley los servicios mínimos.
No es la primera vez que nos referimos a ello y por eso nuestra opinión no es oportunista. Si se hubiera querido resolver de una vez por todas la cuestión de los servicios mínimos, que frecuentemente acaba suplantando al conflicto de fondo, las partes implicadas han tenido 30 años para ello. En ese intervalo, el diálogo social ha afrontado cuestiones tan peliagudas y difíciles de tragar como la flexibilización del mercado laboral, las pensiones y hasta los contratos-basura. O sea, que si los agentes sociales no se han puesto de acuerdo sobre una ley de huelga es porque no han querido.
Es más, los intentos de presentar a las Cortes un proyecto de ley por parte de los gobiernos socialista y popular, que se frustraron por los pelos, no venían animados por buenos propósitos, sino por la resaca de las dos huelgas generales que los sindicatos les organizaron a los respectivos ejecutivos. En el caso de Aznar, sin otro motivo aparente que el de que un presidente de gobierno de derechas no podía irse de rositas (cita textual) sin que le “hicieran” una huelga general.
Es verdad, por otra parte, que el decreto preconstitucional que continua rigiendo la materia no ha dado un mal resultado. En realidad, ese decreto no dice nada que sea muy diferente de lo que dicen las leyes de huelga vigentes en el mundo occidental, ni nada que fuera a decir una ley que se aprobara ahora por nuestros pagos. Y los servicios mínimos, que son el auténico quid de la cuestión, darían los mismos o parecidos problemas. En definitiva, si somos prácticos, se trata de una cuestión estética más que de eficacia.
Sin embargo, tampoco es normal que un derecho fundamental en democracia esté regulado por una norma de bajo rango, por el riesgo evidente de que pueda ser modificada con un simple plumazo. Si la huelga está regulada por un decreto emitido por el Gobierno, basta con un simple acuerdo del próximo consejo de ministros para cambiar las reglas del juego, mientras que la modificación de una ley requiere al menos de un procedimiento algo más complejo que, sin ser una garantía total contra las arbitrariedades, da alguna seguridad mayor. Quien crea que alterar reglas de juego básicas de una sociedad democrática por simple capricho gubernamental es un riesgo remoto, debe recordar cuando Aznar y el hoy elevado a los altares Rodrigo Rato reformaron el paro por hormonas, con un decreto-ley tumbado luego en los tribunales, pero que dejó descolgados a miles de trabajadores.
Evidentemente, hay que preguntarse, visto el panorama, por la negativa insistente de unos y otros a coger el toro por los cuernos. Y la respuesta se encuentra precisamente en los servicios mínimos. La lamentable conclusión es que ni a la Administración ni a los sindicatos les interesan unos servicios mínimos regulados con la fuerza de la ley, que les obligaría tanto a una como a los otros.
No vemos viable que un gobierno, sea del color que sea, quiera renunciar al derecho de determinar los servicios mínimos, sobre todo si la huelga se dirige contra él. Desengañémonos: ¿qué gobierno va a ceder la posibilidad de fijar servicios del 100% para minimizar una huelga general? No se lo planteja ni siquiera el talante de Zapatero.
Pero miremos también el reverso de la moneda: ¿qué sindicato va a querer unos servicios mínimos que no puedan saltarse sin repercusiones? Incumplir los servicios mínimos, como forma añadida de presión, forma parte ya del “ritual” de las huelgas. Ello es así hasta el punto de que la solución a los conflictos laborales incluye casi siempre la condonación de las infracciones ocurridas en su transcurso.
Por ese, y no por otro motivo, en España no hay una ley de huelga. ¿Los pactos? No son una mala solución. Pero un pacto, igual que se hace, puede deshacerse. Los acuerdos conseguidos en Catalunya entre la autoridad laboral y los sindicatos durarán hasta el día en que a una de las partes, o ambas, les interese otra cosa. La ley no les daría ese margen.
1 comentari:
Me ha interesado su artículo. No me había planteado la falta de una ley de huelga, pero leyendo su artículo, coincido en sus conclusiones.
Quizá sería útil que una ley sobre huelga dictase las responsabilidades de cada parte en una huelga, y las sanciones correspondientes al incumplimiento de sus responsabilidades. De esta forma los pactos o acuerdos sobre servicios mínimos se establecerían en cada huelga, pero habría una ley que dicta que esos pactos se deben cumplir, y que impone unas sanciones serias por incumplimiento. Igualmente tal ley debería dictar sanciones muy severas contra actos de sabotaje y de coacción sobre trabajadores que no deseen secundar una huelga.
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