diumenge, d’agost 24, 2008

Una multa mucho menos histórica de lo que parece ( y 2)



El otro día comentamos que la multa propuesta para la nuclear de Ascó era, cifras en mano, literalmente la propina del café para los titulares de la central. Aunque la ley determina la cuantía de las sanciones, como no podía ser de otro modo, hay que preguntarse por qué no se aplica un castigo más ejemplar simplemente considerando los hechos como una falta muy grave, en lugar de hacerlo como falta grave. Es una pregunta que intentaremos responder a continuación.

Un lego puede preguntarse, con razón, que si lo ocurrido no fue gravísimo, qué más debería haber pasado entonces. Los sucesos en la nuclear de Ascó fueron alarmantes en grado extremo. Pero no tanto por la fuga de radiación en sí, que de todas formas no fue ninguna fruslería, como por el hecho de ocultar lo sucedido, al extremo incluso de mantener las visitas escolares.

La escena de los niños de una escuela de Girona pasando una revisión para comprobar que no se hubieran irradiado fue una imagen desvastadora, la peor campaña publicitaria posible para la energía nuclear. Pero lo mismo podría aplicarse a proveedores y a los mismos empleados, que no por trabajar en una instalación con riesgos potenciales deben acceptar películas de miedo. En definitiva, lo realmente grave no es que la nuclear de Ascó esté en manos de personas incompetentes, sinó que lo esté en manos de personas irresponsables.

Dada esta preocupante circunstancia, ¿basta con una multa, irrisoria por otra parte? El problema radica en que la sanción para las faltas muy graves consiste en la suspensión de la licencia de explotación, temporal o definitivamente. Lo que significa el cierre de la central. Y a tanto no se va a llegar. Existe un statu quo no escrito que lo impide.

En estos días, se han podido leer muchos comentarios relativos a si la severidad de la Administración puede estar condicionada por futuras expectactivas laborales de los técnicos y responsables encargados de controlar a las grandes industrias. Dichos comentarios no están necesariamente fundados, pero estamos ante un serio problema de confianza.

La central nuclear no guardó silencio por la convicción de que en realidad no había peligro, que, aunque difícil de creer, podría tener alguna disculpa. Lo hizo simplemente para ahorrarse las pérdidas económicas que se originarían al pararse la central, de acuerdo con los protocolos de seguridad. Y anteponer el beneficio a la seguridad mina cualquier credibilidad. Lo mismo puede decirse de la Administración. Si no detectó el problema, malo, y si colaboró en la ocultación, peor. Damos por supuesto que se trató del primer caso, pero se trata de un consuelo muy relativo.

Sin embargo, todo ello nos hace preguntarnos por qué la Administración, pese al afán justiciero con que trata de salvar la cara, no toma medidas más drásticas, que estarían más que merecidas. Pero cerrar una nuclear no tiene nadie que ver con que alguien se arruine un buen puesto en ese sector, sino con que, se esté de acuerdo con la energía nuclear o no, hoy por hoy no podemos prescindir de una central de la noche a la mañana.

No decimos esto porque la electricidad de origen nuclear sea más barata o su generación no emita CO2, como nos recuerdan quienes proponen construir nuevas centrales. No, es que simplemente nos falta mucho trecho para que las energías limpias y renovables puedan sustituir nuestras actuales fuentes principales, basadas en combustibles fósiles o nucleares. Basta con ver lo que ocurre cuando una central nuclear se para por alguna avería.

Ni la compra de electricidad a Francia es suficiente para cubrir el hueco y tenemos que recurrir a poner en marcha vetustas térmicas a fuel, que deberían estar desmanteladas hace años pero que se conservan como reserva de emergencia. La dependencia se ve agravada por la creciente antigüedad del parque nuclear español. Construidas inicialmente para una vida operativa de treinta años, que las novedades técnicas han permitido ampliar a cuarenta, la mayor parte ronda el cuarto de siglo. Y, lógicamente, las incidencias comienzan a multiplicarse y a hacerse insidiosas.

Por lo tanto, no es que el Consejo de Seguridad Nuclear o el ministerio de Industria estén conchabados con las eléctricas. Es que la mano dura acaba creando otro problema. Pero ello no debe ser óbice para que el Gobierno vigile más y mejor a un sector que no se gana la confianza que depositamos, a la fuerza, en él. Una vigilancia que en este suceso ha demostrado ser manifiestamente mejorable.