Cada vez que ocurre algo como lo de Estepona, o Marbella en su momento, se plantea si se necesita renovar la legislación para atajar casos como estos. La experiencia demuestra que basta con tomarse en serio las medidas que ya existen. Otra cosa es que una mejor financiación local evitaría que los ayuntamientos recurrieran tanto al urbanismo, que es fuente de muchas tentaciones.
Vayamos por partes. La “Operación Malaya” y la caída del gilismo y herederos en Marbella demostró que hasta entonces había fallado todo. Falló incluso lo que no debe fallar cuando todo lo demás falla. Hacienda fue incapaz, en sucesivas inspecciones, de detectar las montañas de dinero escamoteadas, las mansiones, las cuadras de caballos pura sangre o los cuadros de Miró comprados a kilos. Y el propio juzgado de Marbella dio cobertura a los desmanes durante años.
Pero si bastó con que llegara un nuevo juez a Marbella para desmontar el castillo de naipes, entonces no es que fallaran los recursos legales que existían, sino su aplicación. Siempre podrá aducirse que ese juez padecía “garzonitis”, pero seamos prácticos y demos por bien empleado cualquier deseo de estrellato que hubiera podido concurrir en el asunto. Por lo demás, estamos tristemente acostumbrados a las promesas de medidas que luego no pasan del titular de prensa, o a las leyes hermosísimas que no resuelven el problema, incluidas las imbuidas de ánimo justiciero, muy frecuentes en los últimos años.
Además, pretender resolver el problema de la corrupción recortando las competencias a los ayuntamientos es una tontería perfectamente inútil. Un corrupto encontrará siempre la forma de meter la mano en la caja en un país que ha incorporado a su refranero una sentencia como “Hecha la ley, hecha la trampa”. Además, tal propósito parece olvidar que las posibilidades de corromperse también existen en el resto de instituciones, por mucho que la autonomía municipal pueda ser un factor de riesgo intrínseco. ¿O no nos acordamos de los grandes escándalos de corrupción de los años noventa, que tuvieron como escenario a la Administración central y sus aledaños?
¿Se pueden mejorar algunas cosas, sin embargo, para que no parezca que la disyuntiva es no hacer nada? Sí. Que luchar contra la corrupción sea difícil no quiere decir que estemos inermes ante ella. Hay cosas a las que no se puede llamar en propiedad soluciones, ya que son paliativos o como mucho dificultades que pueden ponérseles a los corruptos, pero menos es nada.
En primer lugar, hay que reformar la financiación local. Los Ayuntamientos deben participar en mayor medida de los ingresos fiscales generales, a parte de por muchos otros motivos, para no depender económicamente de la construcción o la gestión del suelo. La experiencia demuestra que es posible corromperse a propósito de una fiesta mayor o de las compras de material de oficina, pero no nos engañemos: donde se mueve dinero en serio es alrededor del urbanismo. Si los ayuntamientos no tienen necesidad de meterse en el mercado inmobiliario, se ahorrarán de paso un montón de tentaciones.
Y hay que reformar también la legislación electoral para que ciertos mecanismos legítimos, como los pactos políticos o la moción de censura, no sirvan para sacar adelante operaciones frecuentemente emparentadas con objetivos inconfesables. Hagamos un par de matices para no sembrar dudas innecesarias. No todos los pactos se hacen para dar paso a chanchullos, claro está. Y no podemos eliminar las mociones de censura, porque son una salvaguarda para reconducir situaciones entre elecciones, sobre todo en los ayuntamientos, donde el adelanto electoral sólo es posible en situaciones de gran excepcionalidad. Pero los electores constatan, con demasiada frecuencia, que no es oro todo lo que reluce. O, forzando la metáfora, que de oro se trata precisamente.
Es difícil reformar la moción de censura. En alguna ocasión hemos propuesto que debería necesitar una mayoría calificada. El argumento chirría en la medida de que lo que se aprueba por mayoría absoluta, o incluso por mayoría simple, debería poder ser revocado por idéntico margen. Pero si un cambio en la alcaldía a medio mandato precisara la mitad más dos de los votos del pleno, en lugar de la mitad más uno, se frenarían muchas mociones impulsadas por quienes han perdido las elecciones a poco que consigan hacerse con los servicios de un tránsfuga. Y los tránsfugas no siempre trabajan únicamente por la vanidad de verse convertidos en alcaldes.
Pero los tiros deberían ir más en relación al sistema electoral. No se trata sólo de asegurar que gobierne quien gane las elecciones, que ayudaría además a que los votantes vieran sus decisiones en las urnas reflejadas fielmente en las instituciones, sino de prevenir esos pactos tan floridos en los que, en contra de las apariencias, lo que menos cuenta es quien ostenta la alcaldía.
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